A Antoni Rovira i Trias (1816-1889) sus
conciudadanos del barrio de Gracia lo han sentado en un banco de la plaza que
lleva su nombre. Allí se entretiene, en su longevo hieratismo, contemplando a quienes
ocupan la terraza de la cafetería que hay enfrente, no menos hieráticos, aunque
solo sea temporalmente. De vez en cuando es a mí a quien contempla, porque es
un lugar que frecuento, y trato de sentarme justo delante de su pose de
paciente entrenador de futbolistas —las manos sobre los muslos— de bronce. Me
relaja. De joven era un entusiasta del visionario Ildefons Cerdà, que ideó una
ciudad utópica. Pero conforme pasan las décadas, a las anchuras ruidosas del
Ensanche de Cerdà prefiero las calles estrechas y convencionales del arquitecto
costumbrista, por quien cada día siento más simpatía.
Rovira
i Trias fue artífice de las plazas de Gracia que han llenado mi vida en
diferentes épocas. Cerdà no era amigo de este elemento urbanístico de confluencia
social y dejó Barcelona huérfana de plazas. Para su plan visionario la
convivencia vecinal merecía una idea superior y le dedicó el interior de cada
una de las manzanas que dibujaba sobre el plano. Luego llegaron los gestores
del Ayuntamiento y convirtieron el esparcimiento en almacenes, talleres e
incluso fábricas. El tiempo, que ha continuado desvirtuando el anhelo utópico,
ha resultado favorable a las calles de mezquinas dimensiones, ahora en su
mayoría peatonales, sin tráfico ni excesos comerciales, donde la voz humana
recobra su protagonismo y la ciudad no olvida que en un tiempo fue un pueblo en
el llano —o con mayor exactitud, sus campos de cultivo en los alrededores.
El
plano de Rovira i Trias que ganó en 1859 el concurso municipal para la
remodelación urbanística de la futura ciudad, una vez derribadas las murallas
que la constreñían, y que sería suplantado desde Madrid por el de Cerdà, presenta
una expansión en diagonales, con pequeñas islas de casas y calles estrechas.
Hay también una nutrida colección de plazas cuadrangulares, como esta que lleva
su nombre, que me hubieran forzado a un mayor trabajo biográfico si tuviese que
haber vivido anécdotas en cada una de ellas. De esta tengo una estupenda. Un día
vi detenido en la calle que la cruza por la mitad, dolencia urbanística que la
plaza Rovira lleva con dignidad, un tranvía. Un auténtico tranvía de principios
de siglo XX, muchos años después de que circulara por la ciudad el último
tranvía. Me quedé toda la tarde apostado en una esquina de la plaza,
boquiabierto, contemplándolo. El tranvía que me encandiló aquella tarde se
puede ver, fingiendo ser real, en los planos de la película El embrujo de Shanghai (2002) que se
rodó, entre otras localizaciones, en una plaza Rovira cubierta de la arena que ya
tampoco existe. Al cine le gusta suplantar el presente con su ficción de
memoria y a mí sentarme en las terrazas que pueblan su extensión enlosada, a la
sombra de los plátanos protectores, porque posiblemente sea uno de los lugares
donde podría escribir en mi diario, de darse un acontecimiento histórico en la
ciudad, algo parecido a lo que anotó George Bataille en el suyo: «Igualmente,
el día 6 de junio, día del desembarco, vi en la plaza a unos feriantes que
instalaban un tiovivo».