El encuentro entre Croacia y España
de octavos de final de la Eurocopa que veo en la tele resulta algo más que
entretenido. Un partido, si es bueno, se convierte en una obra de teatro en la
que emerge una visión dramática del enfrentamiento no de los equipos, sino de
su pensamiento. En el fútbol todavía se mantiene un pensamiento colectivo en
acción, que evoluciona, avanza, retrocede y se complica conforme dictan las
circunstancias. Es algo que ya ha desaparecido de las expectativas de la época.
El pensamiento colectivo solo se concibe como estático (los jóvenes son así y
los banqueros asá), una escultura que no admite variaciones, solo erosión y
deterioro. Porque el individualismo ha alcanzado el tuétano de la sociedad; incluso
el fútbol, siempre colectivo, se ha contaminado. Se insiste en hablar del protagonismo
de un futbolista cuando sin otros diez que jueguen alrededor pocos partidos
podría ganar.
El de
ayer fue un repertorio clásico del pensamiento colectivo. Durante los primeros veinte
minutos Croacia salió como el espejo de España, que se miraba en él para
gustarse, sin que al espejo le importe lo que haga quien se contempla en él,
porque es bien sabido que los espejos no son susceptibles de ser atravesados.
En este punto España decide, sin atenerse a ninguna lógica, hacer trizas el guion
con un intento de suicidio. 1-0. Croacia de inmediato sale del espejo. El
instinto depredador del fútbol emerge para consolidar la tentativa. España ni
sabe ser un espejo, parece una tapia llena de grietas. Le salva que por ellas
no cabe una pelota.
En
la segunda parte quien copia el espectacular giro de guion son los croatas. Se
despliegan en el campo como quien se desabrocha el cuello de la camisa frente a
Drácula. 1-3. Todo parece claro para el final de una teleserie de las que se
ven echando cabezadas en el sofá. Los croatas, de repente, deciden convertir
las ranuras de la portería de España en boquetes a base de balonazos. Y lo
consiguen, porque emerge en su pensamiento la brutalidad primitiva del orgullo,
que lo arrasa casi todo. 3-3. Acaba el partido como empezó. En la prórroga, ya
fuera de la lógica del partido, solo podía ganar, ya fuera del tiempo
cronológico, quien tuviera héroes que necesitaran reivindicarse como tales. Los
croatas, de osco uniforme y fuerza anónima, poco podían hacer frente a un
apolíneo delantero vestido con túnica blanca con un pueblo detrás que lo vilipendiaba con gritos que solo anhelaban tornarse cánticos de amor.
No son frecuentes los partidos con argumentos tan complicados. Pero en las fases finales de un campeonato suelen aparecer los grandes temas del teatro universal. El partido de Portugal, la víspera, fue una obra de Sófocles: Edipo que no entiende por qué no gana cuando juega mejor que el destino (los belgas, que jugaron un partido mediocre, de hecho, como se muestra el destino siempre para los mortales). El partido de España, en cambio, fue obra de Esquilo. Esquilo era general del ejército griego y sabía que no existe victoria sin padecimiento. Sufrir es la única victoria heroica.