En Lisboa existe una calle
llamada Rua das Janelas Verdes, que
incluso exhibe prestigio literario, con la que soñé en los años de mi juventud.
También en español ofrece un sugerente eneasílabo: «Calle de las Ventanas
Verdes». No está céntrica, así que pasaron unos meses de mi vida lisboeta en
los que conocí calles, y nombres de calles, pero me olvidé de la única con la
que había viajado idealizada.
Un día en
el que no tenía nada que hacer, un domingo por la mañana, me encaminé hacia mi
calle anhelada. La recorrí desde un principio que no tenía hasta un final que tampoco.
El inicio lo señalaba el mero cambio de otro nombre de calle para el mismo trazado,
que en cierto punto continuaba, pero ya con otro nombre. La Rua das Janelas Verdes no era más que un
trozo de una calle muy larga, sin otra personalidad urbanística que la de
heredar un antiguo camino entre poblaciones. Angosta, con el paso incesante de
coches y autobuses en ambas direcciones, una acera rácana, incómoda y ruidosa.
Obviamente, no tenía ventanas verdes, entre otras cosas porque en su estrechez
era difícil contemplar las ventanas con cierta perspectiva. No sé si lo continuará
siendo, pero aquel día de 1983 pensé que había conocido la calle más inocua de
Lisboa.
Aunque aquella experiencia había afectado a su idealización previa, con el tiempo me di cuenta de que el nombre de la calle permanecía indeleble en mis evocaciones. Tal vez porque la calle en realidad no nombra las ventanas de esa vía en concreto, sino todas. Las ventanas son verdes, pero no porque las hayan pintado así, como pensé en su momento que ocurría. El verde es el que entra en salas y habitaciones a través de las ventanas. El color del aire, de las arboledas urbanas y de los paisajes campestres, pero también de cuanto no está enmarcado, aunque aparezca en la mirada de quien se asoma a la ventana: el prado donde se sueña abrazado por la persona que ama. Incluso si la persona a la que ama, a su lado, mira a través de la misma ventana idéntico prado.