Llueve. El flequillo de los toldos me indica que con viento. Un charco que pisan los automóviles al pasar, el color del cielo. Al descorrer las cortinas una súbita alegría y ganas de emprender proyectos interiores: Bah, hoy no me apetece ir a ninguna parte, con lo bien que se está en casa. La vida cenobita tiene sus propias reglas benedictinas. Ayer lucía un sol dominical espléndido. Melancólico, estuve contemplando la tarde por la ventana abierta sobre la arbolada. Solo veía carreras de palomas que volaban, de dos en dos, por el centro de la calle vacía. Sin gente, sin tráfico. El plano de una película sobre el fin del mundo. Nadie que asome y yo, abandonado, huyo de una invasión extraterrestre que amenaza con liquidar la vida en la Tierra. No sé hacia dónde ir. Los supermercados están llenos de zombies, pero yo avanzo a toda pastilla, un fugitivo despeinado y con la camisa por fuera de los pantalones. Corro por avenidas siniestras al sol, con restos calcinados de lo que fue otra vida cotidiana. Exhausto, busco escondite entre los juegos infantiles de un parque de barrio. Mis perseguidores, horriblemente feos, ni me ven al pasar. No se fijan en esas cosas. Permaneceré, acurrucado, a salvo, hasta que acabe la película, me digo. Pero cada quince días ruedan quince días más de metraje y no veo la manera de abandonar el cine para volver a casa. Así que ahí sigo, de cuclillas en un hueco entre los columpios y el tobogán.