Como la facultad de filología estaba en el centro de la ciudad, a la salida de las clases me aficioné a visitar las librerías de viejo que proliferaban en las inmediaciones. Lo hacía, digamos, por inercia. Sin ninguna idea detrás de esta costumbre, pero la teoría apareció pronto. En una de las conversaciones entre compañeros, sentados en un banco del claustro a ver pasar las horas, alguien dijo que con seguridad era el primero en leer tal título, el que en aquel momento lucía bajo el brazo. No se me había ocurrido pensar que la lectura admitiera no solo número —singular o plural—, sino también numerales. Es decir, que ser el segundo que leía un libro no era lo mismo que ser el primero. El descubrimiento me dejó impactado.
Aquel mismo día recorrí varias librerías de novedades y en todas vi, en señera posición, el libro que mi colega se enorgullecía de haber leído antes que nadie. Me sentí timado por su teoría: era una lectura plural. Luego, cuando entré en una de libros usados, conforme a mi costumbre, me atrajo una penosa edición de un autor raro de los años 20 con un precio asequible. La compré y al abrir sus páginas, en el metro, de repente pensé: ¿qué valor tiene ser el primero si se puede ser el único? Revelación que se convirtió en mi lema de lector. Antes leer un libro que nadie esté leyendo ahora que cualquier novedad que ande en manos de muchos.
Con este propósito tengo en el estudio un estante improvisado con libros que esperan que los lea en solitario. Los miro estos días cenobitas con cierta abulia, ellos me devuelven la mirada diciéndome: «recuerda que estabas interesado por mí». Y es cierto, pero los elegí cuando era libre de entrar y salir de una librería, y hoy hace veintisiete días que algo tan simple se ha convertido en una quimera. Estos días elijo libros entre los que tienen ya acomodo en los estantes. A veces porque ilustran el presente, como el Viaje alrededor de mi habitación; otros, por el espejismo de la rebeldía, y así he releído los libros de Cioran que más había subrayado en su época.
Fue un aforismo de Cioran, tal vez por la oscilación de los opuestos, lo que me recordó que hace años me hice con un ejemplar de los Pensamientos de Pascal que nunca llegué a leer. O solo por encima. Lo abrí y estos días veo que su tono desaliñado y áspero me atrae más de lo que hubiera imaginado. Sus frases, a veces a medio construir, parecen grafitis grabados con punzón en la pared de una celda.
Es una edición en tapa dura, papel fino y tamaño A6, aunque con algún centímetro más de altura. Tipografía clara. Nada del otro mundo. Cuando entra el sol en casa, me siento en la tribuna, me pongo la gorra y leo. Nuevos hábitos de confinado. Fue en un momento de estos, leyendo al sol, cuando tuve otra epifanía bibliófila. Al tomar el volumen —estrecho y alto— con la mano izquierda y con los dedos de la derecha pasar adelante o atrás las páginas, en busca de algún fragmento que pretendía releer, me di cuenta de que repetía un gesto que había visto antes. Un gesto que advertí grabado en mi memoria, y olvidado hace décadas. Me detuve al instante. Y lo vi de nuevo, en el modo cómo mi mano sostenía el libro y mis dedos lo hojeaban. Era el mismo gesto que había visto hacer tantas veces a los curas que en el colegio nos daban clase o, quizá, lo que llamaban entonces con el oxímoron ejercicios espirituales —una suerte de iniciación al género de terror—, de pie, con una biblia en las manos. Idéntico gesto al que ahora veía encarnado en mis manos.
Me he preguntado qué puede habérmelo sugerido. No creo que sea la tapa dura, ni el tamaño, tantos libros así habré leído sin ningún flashback. Ha de ser una razón temática, lo veo ahora. Leer, como antes oía leer, escritura religiosa me ha mandado de viaje a lo más recóndito de mi infancia. Y desde allí, desde la mirada del niño que fui, ingenuo y siempre asustadizo, ¿no habrá seguido vigente durante toda mi vida el gesto de manejar un libro como el designio de una salvación? Me ha dado qué pensar, en esta época en la que no hay otros viajes con los que distraerse.