26, martes. Noviembre. Adicción al articulista



Al entrar en la cafetería donde acudo cada día a media mañana tropiezo con un tipo que hace el mismo gesto que yo. Si se tratara de una jugada deportiva, estoy convencido de que la posición estaba a mi favor, pero sin árbitro a la vista, he preferido dejarle paso y entrar detrás. Inmediatamente me he dado cuenta del error. Colgados delante, un ejemplar de El Periódico y otro de La Vanguardia. Mi rival antideportivo ha retirado el primero y se ha quedado con el segundo.
     Acudir a diario a la misma cafetería proporciona ciertos privilegios. Por ejemplo, llevo años sin pedir la consumición. Con el diario en la mano, me siento en el mismo lugar siempre que puedo y a los dos minutos aparece en la mesa el café tal como lo tomo. Un privilegio, claro, exclusivo para quienes disfrutan repitiendo lo que les gusta. Si tuviera yo un carácter caprichoso o tal vez propenso a las novedades no le sacaría ningún partido a este hábito. De hecho, tendría que acudir cada día a una cafetería diferente. Y aunque hay muchas, los días son más numerosos y me obligarían a repetir. De este modo, apreciando lo idéntico, me ahorro inocuas frustraciones. Aunque estas acechan desde cualquier esquina. Hoy, por ejemplo, hubiera elegido La Vanguardia que se ha llevado el infractor de puertas, y me ha tocado conformarme con El Periódico.
      Leo un par de columnas de opinión interesantes, una incluso muy interesante, y un reportaje atractivo. De reojo, sin embargo, controlo si queda libre La Vanguardia. Solo cuando me levanto para ir a pagar también lo hace el tipo de la puerta, y de pie en el mostrador, con cierta ansiedad, al borde mismo de llegar tarde a clase, abro el diario por la segunda página para leer el «Artículo del director». Y en ese mismo momento me doy cuenta de que soy un adicto a las columnas de Màrius Carol.
      Si pienso un poco, la primera adicción que recuerdo es la de los artículos de Francisco Umbral en El País. El personaje que había creado de sí mismo era tan repulsivo que he de reconocer que resultaba seductor. Esa petulancia aciaga, esa pedantería agreste de Umbral chocaba con una sociedad que empezaba a gustarse mucho a sí misma. El desvío sociológico de Umbral hacia el camino sin salida del ensimismamiento presagiaba lo que en la actualidad es el pensamiento concebido como vacuidad. Es una pena que cuando pasé a sus novelas no las encontré a la altura del escritor que intuía. Con una excepción, su canto agónico, Mortal y rosa, uno de los mejores libros escritos en el siglo XX en español. Su columna diaria en El País nada tenía que ver con personaje y novelista. Era pura creación lingüística. Una incongruencia conceptual en las páginas de un periódico: Umbral usaba una lengua que no servía para describir la realidad, sino para crearla. Tan portentosa era. Como leer en un diario no lo que ocurrirá al día siguiente, sino cómo se pensará y cómo se expresará lo que quiera que ocurra al día siguiente. Solo por leer la columna de Umbral compraba el periódico cada mañana. No hacerlo un día se castigaba con el desconocimiento de la profecía.
      Es curioso que los escritores que me han causado adicción en los periódicos no me han atraído en los libros. Durante otra época anduve colgado de la columna de última página en El País de Félix de Azúa. Nunca he podido acabar ninguna de los libros suyos que he empezado, por pesados, obvios, romos. Sin embargo, sus columnas eran vibrantes. Brillantes lingüística y conceptualmente. Durante una época se convirtieron para mí, como hubiera reconocido Barthes, en respiración. Esa bombona de lucidez que se necesita cuando los pulmones agonizan en un medio de oxígeno intelectual empobrecido. En otra época me aficioné a las viñetas de El Roto. Hasta que un día, como hizo Jorge Riechmann en el título de uno de sus libros, dejé de comprar aquel periódico. Ahora leo el que compra el dueño de la cafetería donde acudo a desayunar. Cosas de la época.
      Màrius Carol, periodista conocido antes de acceder a la dirección de La Vanguardia, nunca me había despertado el mínimo interés. Si se le escucha hablar parece que esté haciéndolo para alguien que está por detrás de uno. Esa sensación incomoda. Fomenta la antipatía. Pero un día, por casualidad, leí su «Artículo del director», en la página dos de La Vanguardia, y desde entonces creo que no me he perdido ninguno. Habla, por lo general, de asuntos de actualidad, pero parte o concluye siempre en una cita, un hecho, una referencia cultural o literaria. Esa relación entre lo contingente y la mención culta de repente crea una distancia con lo real que me despierta el gusto por pensar de nuevo lo cotidiano y perecedero, ahora a partir de la dimensión oblicua de lo literario.
      Hay un concepto que siempre me ha interesado mucho. Lo acuñó Jaime Gil de Biedma cuando publicó su último libro de versos, Poemas póstumos. Eran los poemas que había escrito tras la muerte de todo aquello en lo que había creído en la escritura de sus libros anteriores. Hay vida —era un grito más o menos así— después de todos los desengaños. Pues descubro en las columnas de Màrius Carol mi lectura póstuma de los diarios, después de la muerte del periodismo como género literario y su transformación en subgénero de la publicidad.