27 de octubre, lunes | La contraseña | Epigrama


Desde hace un tiempo, cuando tecleo mi contraseña de toda la vida en la red social de la realidad, me responde un lacónico mensaje que me avisa del error. Como tampoco conservo demasiado interés por la actualidad, he ido dejando pasar el tiempo sin hacer nada, dedicándome a lo mío. Pero hoy he visitado una exposición de arte digital y de repente he descubierto el origen de la afectación que padezco: ha caducado la contraseña —«utopía»— a partir de la cual comprendo todo cuando ocurre alrededor. Los mensajes confusos y caóticos de las pantallas que acabo de ver en la exposición me lo han aclarado todo y me proporcionan la nueva contraseña para entrar en la aplicación del presente y entender lo que está pasando: «distopía». Ahora tengo la clave, pero me falta la voluntad de usarla.   

[Epigrama VI-06]

22 de octubre, miércoles | Helen Levitt y el significado


Las fotografías que la joven de veintitrés años Helen Levitt (1913-2009) empezó a disparar, mediada la década de los treinta, en las calles de los barrios pobres de su ciudad, Nueva York, y que siguió captando durante una década, han resultado uno de los regalos más emotivos del siglo XX entre tantas tragedias en blanco y negro como legó. Así las contemplo en la sala KBr de Mapfre donde se exponen. Las placas, que la autora ambienta en las calles más sórdidas y desamparadas de la vida no siempre fácil en la urbe entonces más poblada del planeta, son como un cuento fantástico donde magia y felicidad abrazaran las imágenes. Incluso la célebre, y magistral, fotografía que protagoniza el enfurruñamiento de la joven con una flor en la puerta de un edificio —Levitt ni ponía títulos ni las databa, cada instantánea es una tesela de un gigantesco mosaico denominado Nueva York— produce en quien la contempla una sensación de sosiego y, sobre todo, complacencia. Que la muchacha se haya enfadado significa que irradia vitalidad.  Porque nada que haya mirado Helen Levitt suele ya significar aquello que se ve delante.

La capacidad para transformar su trabajo de fotógrafa de calle en las zonas más humildes y desprotegidas, donde la vida transcurre entre aceras y descampados, en un inacabable cuento de hadas es prodigiosa. Y la clave se encuentra precisamente en la manera de significar. En los años treinta y cuarenta del siglo pasado existía en Estados Unidos y en Europa una densa escuela de fotógrafos documentalistas. Y el marco de posibilidades semánticas ya abarcaba al completo el caudal de lo fotografiado, desde la ironía hasta la denuncia, desde la crónica hasta la búsqueda de la identidad, desde la pureza geométrica hasta las impurezas urbanas. Hay una placa neoyorquina de Levitt que resume, casi literalmente, la singularidad con la que se inscribe en el género fotográfico que practica. En la imagen, una vía urbana, amplia, por cuya acera caminan cuatro niñas, de tres edades diferentes dentro de la infancia, que la fotógrafa capta de espaldas. Las cuatro niñas, vestidas y peinadas con humildad y cariño al mismo tiempo, miran hacia su izquierda, por donde fluye un opaco muro de piedra, largo y muy oscuro, capaz de obturar el mundo, sobre el que flotan, sin que se aprecie de dónde pueden haber salido, cinco insólitas pompas de jabón. Que de repente transforman todos los elementos pétreos de la estampa —muro, asfalto, baldosas, espaldas— en los ingredientes traslúcidos de un mágico cuento de hadas.

         El don de esta pieza es convertir en explícito lo que en el resto de la obra de Levitt se realiza de manera implícita. Las pompas de jabón están, camufladas en cualquier otro objeto o gesto, pero no se las ve. Aunque lo que se vea tampoco es lo que la imagen significa, porque el significado se ha fugado del lugar trascrito. Ya no está en aquello que se retrata, sino en lo que el retrato evoca sin mostrar. A este significado se le suele denominar poético. Y lo más extraordinario del caso Levitt es que, realizando una práctica formal de trabajo documentalista, fue percibido por quienes admiraban sus fotos como poesía. De hecho, acabaron siendo la obra de La Poeta de Nueva York


Y, además, desde el principio. El escritor norteamericano James Agee (1909-1955), que acompañó el crecimiento artístico de la fotógrafa, lo señaló con una clarividencia que aún pasma: «La tarea del artista no es convertir el mundo tal y como lo ve el ojo en un mundo de realidad estética, sino percibir la realidad estética contenida en el mundo real y registrar imperturbado y fiel el instante en el que ese movimiento de creatividad alcanza su cristalización más expresiva». Ahí donde dice creatividad, podía haber escrito perfectamente poesía. Porque además esboza una definición de lo poético de extraordinaria lucidez: no se trata de evocar un mundo aparte, sino de una cualidad que existe en el mundo real, que solo una mirada poética es capaz de captar, pero una vez captado, los demás no solo lo reconocen, sino que el descubrimiento les reconcilia con la realidad. Que es la virtud filosófica primordial de la obra gráfica de Helen Levitt: la belleza no está afuera, se lleva dentro, en la mirada, y alboroza. El poema no es el énfasis ni las reverberaciones, sino lo que se esconde detrás de los significados convencionales de cualquier realidad y aquello que este reconocimiento provoca. Ocultación que se descubre sin necesidad de ser ni concreta ni delimitada. Unas inverosímiles pompas de jabón.

Fotografías de Helen Levitt

20 de octubre, lunes. Jardín de aforismos



Cada día tacho las tareas pendientes de la jornada. Y al día siguiente aparece delante la misma lista. Solo la constancia sueña con innovar.

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A veces una melodía interpretada en un piano se escapa por una ventana abierta, pero enseguida se da cuenta y regresa al interior.

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Acerco el papel que acabo de escribir a la luz que entra por la claraboya, pero no para leerlo yo, que antes ya lo leía bien.

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Lo que cada día es igual y lo que cada día es distinto no son, en realidad, categorías diferentes.

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Una sábana y una página solo son incompatibles desde el punto de vista de la memoria. Lo escrito sobre el papel se olvida mucho antes.

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El esfuerzo por pronunciar correctamente ciertas palabras nunca es recompensado con una mejor comunicación.

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Hay quien colecciona solo el número uno de cualquier publicación que aparezca, sea cual sea el asunto que trate. No veo mejor manera de transitar por la realidad sin enterarse de nada. 

13 de octubre, lunes | Escribir para las máquinas | Epigrama



Desde hace casi veinte años controlo la difusión mensual de varios blogs de escritura literaria. En este momento, nueve. Desde el principio me sigue sorprendiendo la asombrosa regularidad de las visitas, lo único que el aparato cuenta, sean esta de unos segundos por error o de varios minutos por lectura. Ante esa inexactitud esencial hay que afirmar, desde el principio, que el cómputo de visitas nada tiene que ver con la divulgación literaria ni mucho menos con el reconocimiento. Ni siquiera, quizá, con el conocimiento. Es solo un cómputo microscópico del incógnito funcionamiento brutal de la red. Tan regular me pareció que establecí una ley: el conjunto anual de visitas, dividido por doce, establece un número que es el que se registra mes a mes, nunca por encima ni por debajo de un 20% de esta media. Con el tiempo observé alagunas variantes que incluso fomentan esa regularidad: en caso de superarse el 20%, el mismo fenómeno se advierte para el conjunto de blogs, es decir, no es un aumento o disminución del tráfico del blog, sino de la red. Estos últimos tiempos, sin embargo, he observado un fenómeno que arruina mi ley. Computaba meses con un aumento de hasta el 500% en un único blog. Asombrado por estas cifras, no me costó descubrir el origen mayoritario de esa exageración. Un mes fue Shanghái, otro Taiwán, incluso otro mes fue Vietnam… La conclusión aparece diáfana.  Una serie de máquinas ha estado aprendiendo a escribir en español con la ayuda de mi blog, y a mí me ha convertido, de modo principal, en un escritor para computadoras. No sé si apenarme o sentirme feliz por haber encontrado al fin quien aprecie mis escritos. 

[Epigrama VI-05]

3 de octubre, viernes | EL SEÑOR DE LOS CIERVOS



Escribe con un palo, laboriosamente, 
en la tierra húmeda y gris, 
mientras frunce, con ansiedad, el ceño
Margaret Atwood

No hay mejor barrendero que el viento del norte. Forma montículos de hojarasca en los rincones que después quien barre solo tiene que recoger. El resto queda impoluto. Como la conciencia de un pecador antes de su primer yerro. Entre los residuos que el viento amontona hay algunas hojas arrancadas a los alcornoques y abundante pinaza, también envoltorios de cualquier objeto que se preste a ser envasado y muchos pañuelos de papel, incluso no usados nunca. Y de vez en cuando, entre lo acostumbrado, brilla el diminuto grito de una pequeña joya extraviada. Así fue cómo encontró el Sombra a su perra, un cachorro sin raza definida que alguien abandonó —equivocándose— donde no duraría mucho. 

         Se le veía desaparecer por el camino del bosque cada noche. Alto, enjuto, desgarbado. Los menos afirmaban que había levantado una cabaña con sus manos en un lugar recóndito, los más creían que se acostaba en cualquier parte, como un animal, y que su perra dormía encima para darle calor. Era difícil conciliar las versiones, porque nadie pudo aportar nunca prueba alguna de su opinión. De ahí que de vez en cuando surgieran nuevas teorías, como la de la cueva prehistórica que había descubierto en la que nunca antes, desde tiempos antiguos, se había entrado. Muchos chicos del pueblo en alguna ocasión quisieron seguirle para resolver la incógnita, pero nadie lo consiguió, porque la perra los olía enseguida y no cesaba de ladrar, amenazadora, hasta que se daban la vuelta y regresaban a sus casas, donde el hogar chisporroteaba y el televisor seguía encendido.

         Qué mala jugada contra la imaginación colectiva hubiera sido la inexistencia en el pueblo de alguien como el Sombra. Si su habitáculo nocturno da para tantas hipótesis, las razones que le condujeron a tal apartamiento social establecen el catálogo de todos los recelos. Quien de vez en cuando visita a las chicas del bar en la carretera, con temor a un día ser descubierto, apuesta por el abandono de una mujer y la imposibilidad de seguir teniendo una vida normal sin ella. El que no declara los sueldos que paga a los temporeros se inclina por un pasado de forajido de la ley. Los hay que, por no haber podido tener descendencia, agrandan el sufrimiento debido a la pérdida de un hijo de tierna edad. Las hipótesis se multiplican conforme al número de vecinos que participen en la tertulia. El Sombra es el catalizador de todos los pensamientos ocultos en la villa.

         Lo cierto es que el personaje y su perra se pasean por las calles y plazas durante el día sin establecer conversaciones con nadie. Aunque cuando una mujer se acerca para entregarles un bocadillo o una sucia botella de agua mineral rellenada con agua del grifo, el Sombra lo agradece con palabras amables y simpatía. También aquí ha prendido la polémica. Hay quien defiende que habla un dialecto antiguo ya desaparecido, pero por lo general se le adscribe un origen extranjero, sin consenso sobre la especificidad de su extranjería. Lo que pronuncia al agradecer la comida que se le entrega no siempre se aclara, pero nadie queda sin entenderlo. Es como si al hablar no dijera palabras sino solo ideas, desnudas, sin concreción de vocabulario. Como el lenguaje en el que se comunica con la perra. No necesita explicaciones para que el animal entienda a la perfección lo que el hombre quiere que haga. Un gesto basta para que lo cumpla al dedillo.

El Sombra reúne en su figura cuanto se abomina —la pobreza, la soledad, la incertidumbre— y todo lo que se anhela —el no tener que dar cuenta a nadie, ni al Estado ni a la familia ni a los conocidos, de todo lo que uno haga, es decir, la libertad absoluta—. Al mismo tiempo villano y héroe, nadie reconoce que lo admira, claro, pero tampoco debe de ser mucho el desprecio cuando despierta tantas inquietudes y concentra tantas cavilaciones sobre cualquier aspecto relativo a su persona. Incluso su abrigo, en el que si unos ven un antiguo y prestigioso modelo de clase alta, otros identifican por detrás un vestuario militar de alto rango. Y aunque las explicaciones parecen antagónicas, todos coinciden en que hubo alguna vez una drástica caída desde las alturas. Es precisamente ese súbito desplome el origen y justificación de las especulaciones.

Hace años que el Sombra ya ni siquiera es una sombra en el pueblo. La vida está en manos de una nueva generación de vecinos que, si se cruzaron con él, ya ni lo recuerdan. Y si uno lo evoca en algún momento, como yo ahora, tampoco sabe exactamente a qué atenerse. Si fue esto o fue lo otro. Y prefiere cambiar de tema. Lo que no voy a hacer yo ahora. Era difícil seguirle, ya lo he explicado antes, pero en cierta ocasión, una tarde rara en la que me dio por perderme en el bosque, me crucé en un sendero con él y con su perra. Que no me ladró en absoluto. Me saludó con una sonrisa abierta y yo me acerqué a acariciar a la perra, lo que ambos agradecieron. El Sombra llevaba en la mano un palo largo y recio, en cuyo extremo advertí un grumo de barro húmedo. Había estado lloviendo esa semana y el terreno estaba tierno en todas partes. Me quedé con la mosca detrás de la oreja. Seguí un buen rato las huellas que venían dejando, que me condujeron a un claro. Hierbas altas lo poblaban casi por completo, menos en un extremo, donde advertí un pequeño círculo donde la vegetación estaba aplastada. No pensé que hubieran pernoctado ahí, claro, porque es donde suelen dormir los ciervos. Pero me acerqué, y entre la maleza aplanada descubrí unas palabras escritas en el barro con la punta de un palo. Me costó descifrarlas, pero mi curiosidad fue mayor que mi impaciencia y al final desvelé su intrincada caligrafía: «dios de los ciervos, protege su miedo». Nunca he averiguado qué significa, pero le sigo dando vueltas.  

[Cuaderno de ficciones, página 33]