Las
temperaturas habían empezado a subir tras el simulacro de invierno en el salar.
No había nada más parecido a un día que otro cualquiera en el campamento.
Arena, polvo, salitre; el caliche. El sol, clavado sobre el sombrero. Al
atardecer de aquel funesto martes alguien había encendido la larga mecha de los
rumores, que corrían entre susurros de cabaña en cabaña, sin que se supiera
cuándo y cómo iban a explotar, ni a quién iban a llevarse por delante. A la
hora de la choca, sin embargo, solo resultó elocuente el silencio. El sudor de
cada obrero encerrado en el jarro de su té. El enlace sindical, a quien todos
los ojos perseguían, tarareaba con la pierna suelta, como si ella sola se
hubiera apuntado a un concurso de baile moderno. Concluido el descanso, cada
cual regresó a su ciencia sin necesidad de explicaciones. El miércoles había ya
quien manejaba más datos y pronunciaba «Palacio de la Moneda» y «Santiago» cada
tres palabras, como si fueran lugares que estuvieran a tiro de piedra. Eulogio
la única palabra que conocía, por haberla visitado, era Antofagasta. Lo que
aquí es arena cuando se levanta la vista para mirar la llanura, allí es
agua.
Eulogio había nacido en el salar, igual
que su padre, que así mantuvo la casa que le habían adjudicado a la familia, la
de su abuelo, uno de los pioneros. No había más vida en el desierto que
sentarse al anochecer en el porche, con un vaso en la mano, y contemplar el
rectángulo de luz de la ventana en la cabaña de enfrente. Y si por acaso
alguien transita por el arenal de la calle, saludarle por su nombre y saber
quién era su hermana y con quién se había casado. Recordaba la noche en la que
el enlace sindical no continuó su paseo, se sentó a su lado y aceptó el vaso
que le había ofrecido. Se le respetaba. Y no por el cargo, sino porque no se
achantaba cuando en el caliche había que arrimar el hombro. O cuando había que
revisar una carga que no había explotado. Por eso le había convidado a su
porche aquella noche, cuando reparó que traía una conversación entre manos. Fue
claro y Eulogio también. «No tengo más ideas políticas que las que pueda
conocer un terrón de arena reseco, ni nunca he pretendido otra cosa que
mantener mi casa limpia y no endeudarme en el economato, pero si me pides que
te eche una mano con algo que yo pueda hacer, cuenta con ello. Aunque sin
compromiso, que solo lo tengo conmigo y con el recuerdo de mi familia, y con la
mía, claro, si algún día encuentro con quien casarme». Y los dos se echaron a
reír, como amigos.
Los soldados de las Fuerzas Armadas llegaron
justo cuando los cuchicheos, empapados en sudor, parecían ahogarse en las
bocas. Era sábado. Se sabría que era sábado solo por las miradas de los
obreros. Una llama titilaba, recién encendida, en el fondo de las exhaustas
pupilas. Las imprecaciones y bramuras de los soldados llegaron al campamento en
vísperas de un domingo como un soplido nauseabundo que las apagó de golpe. El
miedo desconoce las argumentaciones, quienes lo expanden fomentan su esencial
desconcierto. Tras salir el capitán que los guiaba del despacho del jefe de la
oficina salitrera, todos sabían hacia dónde iba a dirigirse la brigada que le
había esperado en el zaguán. Todos menos el enlace sindical, que aún trataba de
ponerse en contacto con los dirigentes del sindicato en la capital para recibir
instrucciones. A quien lo vio cuando lo sacaron de su casa y lo lanzaron dos
soldados a la caja de un camión por encima de la carrocería se le entrecortaba
la voz al buscar metáforas para explicarlo.
Habían convocado a todos los trabajadores
de la oficina salitrera el domingo temprano. Eulogio supo que parejas de
soldados iban cabaña por cabaña haciendo preguntas. No tardaría en aparecer su
nombre. Sacó los ahorros que guardaba escondidos, llenó una cantimplora y fue
hacia la única salida del campamento, la carretera que conducía a Antofagasta.
Cuatro días de camino a pie hasta el mar. Una patrulla, con los fusiles
al hombro, había atravesado un camión y había encendido un fuego con los
muebles de la casa del enlace. Los reconoció enseguida de las reuniones a las
que había asistido. Se dio la vuelta. Por el costado opuesto, hacia el oeste,
no era difícil saltar la tapia del campamento. Pero delante se extendía una
tapia peor. Cientos de kilómetros de nada. Ni siquiera caliche. Un niño, alarmado
al oír el sonido que produjo el salto, se encaramó al muro del patio y tuvo
tiempo de verlo antes de que de inmediato la arena negra de la noche se lo
tragara. Al día siguiente el padre se lo contó a los soldados, pero desistieron
de salir en su busca.
Eulogio caminó de memoria hasta que dejó de ver el resplandor de las luces del campamento reflejado en el cielo. Se tumbó sobre las piedras y durmió. Al amanecer echó de menos el café cargado que a diario se tomaba. Eso fue lo único que añoraba. La vida es un dado que deja a la vista sobre el tapete el número que lo organiza todo. Siempre había creído que el suyo era el seis. Conservaba la casa del abuelo, un trabajo y una realidad que le satisfacía. Continuó caminando hasta que el sol lo hizo imposible. Buscó una sombra bajo un peñasco y aguardó el atardecer sin darle vueltas a los acontecimientos. Le había parecido ver un uno en la nueva tirada de los dados. Cuando al día siguiente se le acabó la provisión de agua, incluso añoró el uno del día anterior. Siguió caminando hasta sentirse desfallecer. Elevó la vista por encima del ala del sombrero y vio volar, dibujando círculos a su alrededor, a una pareja de buitres. Levantó una copa imaginaria y brindó con sus veladores, a ellos les había tocado en suerte el seis que él había perdido.