CARTAS AL s XX | 20 de diciembre de 1963, viernes. El sepelio


«El sabio escribe con sus pasos sobre la arena del camino». Es lo que clama en la basílica el más fornido de los discípulos después de que se lo haya dictado al oído el más enclenque, pero también el preferido del viejo maestro, ahora encerrado bajo los brillos de barniz de un féretro. Con el grito parece que tiemblen las columnas. La comitiva fúnebre, que abandona el lugar tras el oficio, se detiene al instante. Los empleados de la funeraria que empujan el carro no dan un paso más, aunque tampoco lo hubieran conseguido de haberlo intentado. Detrás, la hilera de familiares, en primer término, y de allegados, que en ese momento se incorporan al cortejo, palidecen. El oficiante, que se dirige ya hacia la sacristía muy despacio queda petrificado ante la voz que ha atronado en la nave, sin saber si ha de seguir o darse la vuelta.

         Después de que los labios del enclenque abandonaran la oreja del fornido, este da un paso al frente. Abandona una mano, con inesperada delicadeza, sobre la madera fúnebre y habla. «El sabio encabezaba los paseos doctrinales por la montaña. Suyas eran la voz y la dirección de nuestros pensamientos. Aprendíamos disciplina en el vuelo de los vencejos y perseverancia en el tronco de los robles. Con el talón de su bota excavaba un breve hoyo en la arena y señalándolo nos enseñaba el sendero de la vedad». El silencio se apodera de la comitiva que sigue al féretro, sin que nadie consiga encontrar la puerta de salida a su estupefacción. Al verlo, el discípulo enclenque decide tomar la palabra, pero su pronunciación trasluce incomodidad. «¿Hacia dónde vais ahora?». Nadie entre familiares y allegados comprende la dimensión de la pregunta. Un codazo de la hermana del difunto sobre le costado del primogénito arranca una respuesta, que el hermano mayor del maestro formula como una pregunta: «¿Al cementerio?». «¿Para hacer qué?», clama al instante el discípulo aventajado. La rápida respuesta en forma de nueva cuestión silencia otra vez el templo. El padre oficiante, entonces, logra salir de su marasmo, gira la cabeza y decide, no sin dudas que hubieran comprometido una vocación, dirigirse, sin prisa alguna, hacia el corredor central de la basílica.

         La escena aguarda a que llegue el padre para su resolución mientras avanza entre impávidos asistentes a la ceremonia. El discípulo fornido, aún con la mano sobre el ataúd, aunque ya desprogramado e imprevisible, arranca a hablar ante la estupefacción, en este caso, del grupo de camaradas que le acompaña. «Se puede afirmar que nunca vuelve a nacer la misma hierba por la senda que abrían sus pasos en sus meditaciones. Transformaba el paisaje con su pensamiento. Nada permanecía igual a como había sido durante siglos después de que él —pronunciado como «Él»— lo pisara.  El sabio, que un día nos mostró la luz en el interior de una húmeda y oscura caverna, iba siempre solo aun en nuestra compañía, y siempre iba acompañado cuando caminaba solitario por los bosques. Él—así pronunciado— era quien daba sentido al lugar, y el sentido, después, ha permanecido en nosotros insobornable». «Inalterable», le corrige el discípulo enclenque en voz baja.

         El corazón de los discípulos empieza a latir desacompasado al unísono, como solía ocurrir frente al maestro, ahora yaciente. El pequeño discurso ha permitido la llegada del padre, que sin arrobo se planta al frente de la comitiva y trata de resolver el incidente. «Les ruego, queridos amigos del difunto, que se sumen en silencio al dolor de familiares y allegados, y nos acompañen, si este es su deseo, en la despedida». «Imposible», clama de nuevo el fornido, pero quien continúa el diálogo ahora es el enclenque. «Hemos conocido la noticia de que el sabio va a ser incinerado». «Cierto es». «No es posible». «Lo es». «Es imposible». «Ya no. El Papa, el nuevo Papa, Pablo VI, que rige el destino de nuestra comunidad desde el junio pasado, ha afirmado que nada se opone al dogma en la cristiana cremación de los fieles difuntos». «Se opone el difunto». «Explíquese». Y el discípulo enclenque, incapaz de soportar la tensión del debate, rompe a llorar como un niño ante su juguete roto.

Entonces toma el relevo el fornido discípulo. «El sabio, nuestro maestro, es, por esa misma condición, inmortal». El cura le replica como un experto jugador de tenis: «Lo mismo que todas las almas del Señor». Ni se inmuta el discípulo, que sigue concentrado solo en lo que ha de decir, no en lo que le contradicen: «Él nos enseñó que la inmortalidad prende, como las rosas dentro del jardín, en la tierra que los pasos del pensamiento han pisado. Él nos mostró cómo estamos hechos de lugar y el lugar nos da amparo, en vida y en la memoria. El cuerpo mortal del alma inmortal de nuestro maestro ha de permanecer necesariamente por siempre en su lugar. Allí donde arraiga su memoria. El sepelio es incuestionable. Quemar el cuerpo, quien quiera que lo permita, será un sacrilegio insoportable para el paisaje». Y en aquel momento, familiares y amigos evocaron la imagen del hermoso y antiguo cementerio de la localidad, y pensaron que, tal vez, como parecía afirmar el enloquecido discípulo del finado, una chimenea humeante en su extremo sí ensuciara, de algún modo, el cielo en el paisaje de aquel día. 


Cao Cultura, 16 de noviembre de 2024 | Enlace a CaoCultura

20 de diciembre, viernes. Jardín de aforismos


El aburrimiento que ocasionan los libros que parecen malos deriva de su imposibilidad de contemplar al lector; quien, sin esa mirada fija en sus ojos, se da permiso a sí mismo para distraerse.

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La obsesión moderna por fotografiar los lugares antes incluso de pisarlos no está relacionada con el momento en el que ocurre, sino con la necesidad de falsificar el inexistente deseo previo por conocerlos.

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La simetría clásica enmascara las creencias con valores asimétricos entre dioses y mortales.

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A diferencia de lo que se sabe, los ojos perciben que la luz emana de los objetos iluminados. 

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Detrás de una ventana ciega solo hay una pared. Delante, también, pero la simulación decorativa se atribuye una palabra que no le corresponde. Los fundadores de las ideologías conocen, mejor que los albañiles, el procedimiento.

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Un ciego puede ver con las manos, pero no se necesita ser manco para querer tocarlo todo con el objetivo de la cámara.

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Nadie esgrime una lanza frente a un espejo, y tal vez algunos deberían hacerlo con más frecuencia.

16 de diciembre, lunes. Fotografía y realidad


 (1. La complejidad)

La fotografía no solo se suele calificar, junto a la pintura o al teatro, como una práctica artística de carácter representativo, sino que ha sido considerado el arte mimético de la realidad por antonomasia. De la pintura y del teatro se discute el grado de realidad implicado en su representación, pero en la fotografía se da por supuesto, a la par que su capacidad de retrato de lo real, su sometimiento a esta función del modo más inerte.

El hito que le dio origen, en fechas tan tardías como es el siglo XIX, tiene dos dimensiones. Una es química. La primera fotografía que reconoce la historia, «Vista desde la ventana en Le Gras» de Joseph Nicéphore Niépce (1765-1833), se consigue mediante la disolución de «betún sensible a la luz en aceite de lavanda» aplicada en «una fina capa sobre una placa de peltre pulido». La química cuenta la vida secreta de la fotografía durante siglo y medio. El siglo XXI la ha convertido en un producto informático, ya sin vida propia. No es esta una mala metáfora de la transformación de la realidad en la revolución tecnológica.

La química era un saber laberíntico, pero explícito. Uno puede desconocer lo que es el betún, en qué consiste su cualidad de sensible a la luz y quizá no sepa qué es el peltre, aunque cualquier diccionario se lo explicará como una aleación de estaño, cobre, antimonio y plomo. No son conceptos comunes, pero conforman una mecánica, difícil quizá de poner en práctica, pero sencilla de comprender a grandes rasgos. Esta ha sido la razón de ser de la fotografía clásica: un complejo proceso mecánico de plasmación de la imagen. Conocimientos que caracterizaban el oficio del fotógrafo, que necesitaba ser, antes que un captador de imágenes de la realidad, un técnico en la plasmación de estas imágenes. El proceso era completo, arte y oficio entreverados. Igual, por otra parte, que siempre había ocurrido en la pintura, y posiblemente también en el teatro. No existe genio pictórico que no esté basado en un conocimiento exhaustivo de pigmentos y disolventes, ni autor teatral que no se haya subido a una escalera con un destornillador en la mano. El fotógrafo, al igual que el pintor, firmaba al mismo tiempo su mirada y su pericia técnica. Una y otra, sin embargo, se corresponden con dos categorías diferentes de la realidad. Mientras la primera establece una relación de representación a posteriori, con mayor o menor subjetividad, de lo real; la segunda, la pragmática fotográfica, es un elemento más de la realidad: proceso real que produce un elemento real, antes inexistente, y que exige una interpretación real, producida a partir de su capacidad para interactuar en el presente absoluto de la realidad.

De la fotografía clásica, la que se desarrolla en los siglos XIX y XX, es posible afirmar tanto que tiene un valor de representación de la realidad, como de acontecimiento real. Es más, del fotógrafo habrá que afirmar además que interviene en dos momentos diferentes de la realidad: en el presente de la captación de una imagen, al seleccionar los parámetros técnicos con que desea tomarla, y en el presente de su plasmación y elaboración como imagen. Afirmación que no se convalida en otras actividades artísticas más antiguas, que con frecuencia sustituyen el primer momento por la memoria. De la combinación de ambos presentes solo puede surgir una representación compleja de lo real, donde la complejidad se deriva precisamente del grado de realidad implicado en el proceso. Al menos tan complejo como las otras artes a las que se reconoce, por la implicación de la realidad en su génesis o en su proceso, una capacidad de transformación de lo real, como el arte pictórico o la literatura.

La segunda dimensión de la fotografía es plástica. La primera imagen fotográfica que la historia recoge, en 1826, denominada poéticamente heliográfica —es decir, escrita por el sol—, solo refleja las anodinas vistas que su inventor, antes que fotógrafo, veía a diario en la ventana de su laboratorio y taller. Paredes, tejados y chimeneas de los edificios próximos. También una de las primeras impresiones tomadas por Louis Daguerre (1787-1851) por el procedimiento al que dio nombre, y sin duda el daguerrotipo más célebre de la historia, son unas vistas de un paseo urbano, el Boulevard du Temble (1837), desde lo alto de un edificio en París, la ciudad del inventor y fotógrafo. El dato no resulta trivial. Estas imágenes son el punto de partida de la historia de la fotografía, que después de esta primigenia constatación del lugar propio la conducirá hasta acompañar los lugares-otros más extremos, tanto lo nunca antes mostrado como lo nunca antes visto, que incluye todas las ocurrencias de lo insólito. Pero el origen consagra una función principal que acabará por ser recurrente, la de un reconocimiento.  Tal como parece denominarlo Daguerre tras el resultado exitoso de uno de sus primeros experimentos con el aparato de su invención: L’Atelier de l’artista. La fotografía, se podría concluir, por esencia reconoce el presente de quien la practica, sea su ámbito cotidiano, sea el de su descubrimiento.

Es más, sin una interacción directa y concreta con la realidad, sin que se produzca este reconocimiento, la fotografía no existe. De modo que su carácter representativo opera en sentido opuesto al de las demás artes: mientras que estas generalizan, a partir de incontables experiencias reales, la imagen de la realidad que trazan; la fotografía la detiene en un único instante —diez minutos en la vida de Daguerre, mínimas fracciones de segundo en la de un contemporáneo— de la realidad, necesariamente vivido por el fotógrafo. Mientras otras disciplinas tratan de explicar la realidad mediante la creación de un doble de lo real, la fotografía realiza un duplicado. Es decir, un documento que tiene el mismo valor que el original. Sin esta interacción con la realidad, que impregna la creación fotográfica e implica una relación privilegiada con lo real, no se concibe la fotografía. El cine, aunque sea un arte derivado, inmediatamente descubrirá la técnica de filmar un doble —Georges Méliès fue el pionero en el desvío del cinematógrafo en favor de la fantasía—, apartándose desde el principio de su inicial esencia fotográfica.

En resumen, las relaciones con la realidad del arte fotográfico exceden la simplicidad de la mera representación, e implican una complejidad singular, no compartida con ninguna otra disciplina artística, hecho que no siempre se ha reconocido.

 

(2. La simplicidad)

Este preámbulo sobre las complejas relaciones de la fotografía con la realidad, aunque no lo parezca, carece de intención reivindicativa. Existe un desprecio explícito por el arte fotográfico por parte de pensadores y creadores que se ha extendido por toda su historia. Y quizá lo que resulte aún peor, un menosprecio que se ha transformado en hiriente silencio en sus ensayos y teorías. Lo cierto es que no vale la pena refutar lo que no se ha pensado con la suficiente solvencia. El interés de discernir las complejas relaciones de la fotografía con la realidad es alertar hacia el fenómeno de su simplificación desde que se ha impuesto, de modo generalizado, la imagen digital.

         Atravieso la plaza de la Sagrada Familia, en Barcelona, al menos una vez por semana. Podría rodearla en el tránsito desde mi domicilio a mi destino por las calles adyacentes. Alguna vez lo hago por evitar las aglomeraciones turísticas de los alrededores del monumento, pero en general tomo la decisión de seguir el itinerario más directo. Me entretiene evaluar en qué asombrosa cantidad de fotografías saldrá mi imagen caminando cuando las revisen o las muestren en los lugares más alejados del planeta. Hay días que paso literalmente delante de una muralla de móviles enfocados a las torres de Gaudí. A veces entro en la plaza al mismo tiempo que algún grupo de turistas y mientras continúo ellos se detienen y fotografían lo que acaban de ver. Es tan instantáneo el gesto que realizan que mi descripción resulta inexacta. Más preciso parece afirmar que lo fotografían antes de verlo, es decir, para verlo.

         Se diría, en una primera impresión, que esta actitud contemporánea exacerba la presencia de la realidad con la que interactúa la fotografía, una de sus características más notables de su práctica. Claramente quien realiza la toma sustituye la contemplación real del monumento por el trajín con el encuadre de su móvil. ¿Es esta una práctica que intensifica la realidad con la que la fotografía se relaciona? Es difícil comprender la dimensión de este hecho sin apelar a la relación habitual del individuo contemporáneo con su teléfono. Pongamos algún ejemplo. Las personas sentadas en el metro ya casi unánimemente viajan con los ojos fijos en la pantalla de su aparato. Las que viajan de pie, no siempre, pero he visto acciones de cierta violencia por conseguir un asiento libre para, en el mismo gesto con el que se sientan, extraer el móvil de bolsos o bolsillos. ¿Qué función tiene entonces el móvil en su viaje? Obviamente, anular su realidad —¿incómoda, aburrida?— de viaje. Sustituirla por la irrealidad paralela de cualquier entretenimiento, sea una red social o un juego. Ante la Sagrada Familia, que no es un monumento complicado, pero que sí ofrece una lectura con cierta complejidad por su peculiar estilo, sus épocas de construcción y sus dimensiones. Complicaciones que resuelve la fotografía al instante sustituyendo la lectura de la persona por la de la cámara del móvil. Y en el momento en el que se produce la fotografía, un segundo después, la comprensión resulta ya innecesaria: la memoria del aparato ya guarda el original. El objetivo de conocer ya se ha cumplido. En suma, la fotografía ha dejado de intensificar la realidad al buscar el modo de capturarla en un instante, para convertirse en el método más eficaz para despejar todas las singularidades con las que nos apela e incomoda. Es decir, para anularla. Para sustituirla, proyecto implícito, por cierto, en cualquier aplicación informática.

Si después de fotografiado el monumento lo miran es un asunto discutible, con frecuencia los descubro dándole la espalda para encontrar una mesa vacía en una cafetería. Y he observado también que a continuación lo que sí observan de modo sistemático es la fotografía que acaban de realizar. Revelada ante su mirada de manera mágica, sin implicación de esfuerzo ni de tiempo. Sin realidad que medie entre la toma y el visionado. Y lo que ven en la pantalla, grato a su vista porque ha sido obra suya, índice de su singularidad, no de la del monumento ni la del momento de vislumbrarlo, les colma más que la realidad, que estando allí tan cerca, sin embargo, no la veo comparecer por ninguna parte.  Cabría entonces concluir que la fotografía digital, o quizá fuera mejor empezar ya a llamarla fotografía de la inteligencia artificial, ha dilapidado en apenas dos décadas la herencia de dos siglos de hercúleos esfuerzos de un arte por relacionarse, de tú a tú, con la complejidad de lo real. La FIA no es que sea una completa representación de lo real, es que se ha convertido en el anhelado antifaz con el que algunos se acuestan para permanecer dormidos más tiempo.

10 de diciembre, martes. Entre Suero de Quiñones y la inteligencia artificial


La exacerbación de los hábitos en vías de desaparición, o incluso desaparecidos, es una figura que se conoce desde antiguo. La encarnó a finales de la Edad Media Suero de Quiñones (1409-1456), un caballero que debe su celebridad histórica a haber impedido durante un mes el paso por el puente sobre el río Órbigo, en León, a todo aquel que no declarara la belleza y supremacía de la dama de quien estaba infructuosamente enamorado. Hechos que ocurrieron en el verano de 1434, dos siglos después de consumido el cénit medieval de la caballería andante.

         Es posible también que cuando siglo y medio más tarde Miguel de Cervantes creara la figura literaria de Don Quijote, superados ya los cincuenta años de edad, quisiera, entre otros desafueros de su época, también desenmascarar la exacerbación de lo desaparecido que, en los albores del Barroco, época como el siglo XV de hondas transformaciones, no debió de ser una figura desconocida. El exceso de contenidos existenciales con que dotó a sus personajes ha dejado este aspecto en una mera anécdota, aunque no son pocos en los rasgos del Quijote que apuntan a una clara exageración de las costumbres perdidas, desde la vestimenta y el léxico hasta las devociones literarias.

         He señalado a propósito la edad en la que Cervantes inició la escritura de su libro, porque la exacerbación de hábitos no es un defecto de la sociedad que se perciba en una buena parte de la vida, en la que todas las prácticas sociales se viven como propias de esta. Es necesario haber tenido tiempo de ver decaer costumbres para descubrir su falsedad cuando reaparecen, exentas ya de la normalidad que las rodeaba, del todo sobreactuadas. Y en el tránsito de las épocas hay algunas, como el siglo XV o el camino hacia el Barroco, que han sido especialmente feraces en la caducidad de costumbres. A finales del siglo de Suero de Quiñones, un estudiante de leyes, Fernando de Rojas, escribió una tragicomedia humanista, en prosa, para denunciar este singular fenómeno que observaba en la sociedad: su transformación. Los graves pecados contra los rigurosos principios del amor cortés que infringen sus protagonistas les condenan, por justicia poética, a la muerte. Apenas dos décadas y media más tarde, de haber caído la historia de Melibea y Calixto en manos de un poeta como Garcilaso de la Vega los hubiera convertido en dos héroes amorosos del Renacimiento. Con larga y gozosa vida por delante.

         Son estas, pues, las dos actitudes que provoca la decadencia de las costumbres en las sociedades, con independencia del genio que se posea al mostrarlas, hay quien como Suero de Quiñones exacerba lo que desaparece; hay quien, como Fernando de Rojas, alerta sobre los males de la pérdida. Posiblemente Cervantes tratara de fundir ambas actitudes, aunque, como ya se ha dicho, se le escapó el propósito por encima, logrando significados tan superiores que hacen olvidar los obvios.

         La edad y la época han coincidido en estas décadas iniciales del siglo XXI para que perciba cómo se ha actualizado entre los hábitos contemporáneos, de una manera notable, la exacerbación de lo desaparecido. Así que el cronista no da abasto para anotar objetos y costumbres que las nuevas rutinas provocadas por la revolución informática convirtieron en inútiles y de repente ve aparecer, ya no como habituales, sino con un prestigio, un uso y un precio sobreactuados. Por ejemplo, los relojes. Por ejemplo, los vinilos. Por ejemplo, los atuendos de novios e invitados en las bodas. Escribir sobre ello es, sin embargo, repetir la crónica de Suero de Quiñones. Costumbrismo crítico se podría denominar. Un género que nunca me ha interesado, aunque la edad me lo brinde con generosidad de modo gratuito.

         Nunca una regresión, sin embargo, resulta inocente. Pongamos el caso del reloj. Cuando todo el mundo necesitaba uno en su muñeca para ubicarse en el tiempo, la tendencia era fabricarlos cada vez más reducidos, leves y funcionales. Cuando la hora exacta se lleva en el bolsillo y un reloj en la muñeca se ha convertido en un objeto redundante, conforme aumenta su inutilidad crece su tamaño, ya casi hiperbólico, y con él los atributos exclusivamente lujosos y, claro, su precio. Hasta ahí, costumbrismo. Pero el éxito social que este uso de los megarrelojes suntuarios vive en el presente no tiene nada que ver con el control del tiempo, sino con la ostentación. Y esta resucita un hábito social que se creía superado por los avances ideológicos del siglo XX, que ahora reflota con desproporcionado vigor: los emblemas de pertenencia a una fantasmagórica clase caracterizada solo por creerse más alta que el resto de los mortales. Un hilo que tampoco acaba ahí, y que uno no sabe si ha de seguir tirando de él hasta que le lleve a conclusiones aún más oscuras que aquellas que asustaban al autor de La Celestina.

         No son pocas las intensificaciones extrañas a la época que aparecen como pulsiones amenazadoras para este presente. Pero no vale la pena tratar las que no se correspondan con temores personales. Esta es la lección de Cervantes que conviene no olvidar, por lejos que quede el mero tratar de emular su clarividencia. Y es que tengo la impresión de que este mismo escrito no es más que una clara exacerbación del hábito en decadencia de cualquier escritura literaria. Y cuando lo escrito de repente se vuelve contra uno mismo, de inmediato florecen las justificaciones: Ojo, que no escribo para darme importancia, como quien esgrime en la muñeca un reloj de varios miles de euros. Sonrío al darme cuenta de que he caído en mi propia trampa al soñar una exacerbación que me convirtiera en protagonista. La verdad es menos complaciente. La lectura, como tal, empieza a interesar solo a las máquinas, para aprender a sustituir a quienes ahora escriben como oficio. No las preparan porque lo vayan a hacer mejor ni más barato, sino porque lo harán igual que ahora, pero los beneficios económicos que se deriven habrán cambiado el rumbo diametralmente en dirección al dueño del algoritmo.  Que los beneficios le miren a uno, este es el secreto de la época. Ah, las justificaciones no acaban nunca —Pero si lo hago todo gratis, como este artículo, mientras trato de engañarme a mí mismo. Pronto solo Suero de Quiñones querrá ser escritor. 

2 de diciembre, lunes. ESFINGE / SPHINX



Und draußen steht kein Mal

Rainer Maria Rilke

Aun con las ventanas cerradas, no es raro que oiga mientras trabajo, de repente, voces exasperadas, gritos, incluso chillidos que suben desde la calle. Es un barrio tranquilo. Casas no muy altas, antiguas la mayoría, árboles en las aceras, escaso tráfico, una farmacia. La notaría donde trabajo. Me levanto alarmado, me asomo, pero rara vez consigo ver nada extraño. Una mujer mayor que camina ayudada de un bastón. Un perro que pasea a su dueño. Una madre con dos niños, uno aferrado a cada mano. Ningún rastro de alguna situación que justificara una voz por encima de lo normal. ¿Habrá salido de alguna ventana abierta? Miro alrededor, pero todas suelen permanecer cerradas. Regreso a mi mesa, retiro el lápiz sobre la línea del expediente que he dejado a medias, miro el reloj y hago cálculos mentales de las horas y minutos que quedan hasta el momento de la salida.

         El aullido que sacudió el marasmo de la tarde, poco antes de que finalizara mi jornada, fue de los que le hacen saltar a uno de la silla y correr hacia la ventana. En esta ocasión, sí había dejado rastro el sonido. Una mujer yacía tumbada en mitad de la acera. A un par de metros, un joven, con una bolsa de deporte al hombro, la contemplaba pasmado, sin decidirse a acercarse o salir corriendo. No tuve paciencia para esperar el ascensor y bajé los escalones de tres en tres. Al llegar a la calle, al joven se le habían sumado tres o cuatro transeúntes más, sin que ninguno se atreviera a aproximarse a la mujer tumbada boca abajo. Atravesé el corro que se había formado, me agaché junto a su cabeza y traté de decirle algo al oído. Pero no se inmutó. Giré con mucho cuidado su cabeza y una herida sangraba sobre las cejas.

         No tardó en llegar la ambulancia. No sé aún por qué acabé en su interior, como acompañante de la mujer herida. Le tomé la mano, que encontré fláccida y fría. Estuve mirándola a los ojos, esperando que los abriera, pero se mostraba profundamente dormida. Vestía unas faldas largas, blusa y un chal, algo raído, que permanecía ajustado sobre los hombros. No llevaba bolso alguno, ni lugar donde guardar algún documento o pertenencia. Tampoco vi anillos en sus dedos, ni siquiera una humilde cadenita en el cuello. Parecía llegada de otra época, una persona caída en alguna de las viejas guerras que a veces vemos en los documentales históricos.

         En el hospital me lo confirmaron. No habían encontrado noticias de su nombre ni de su procedencia. En un momento, me contó un enfermero, pareció que abría los ojos, incluso que quería pronunciar alguna palabra, pero lo único que oímos fue un estertor. El médico trató de reanimarla, pero ya fue inútil. Se dio parte a la policía del acontecimiento, dado que murió por causas aparentemente violentas. Se supone que de un golpe en la cabeza que algo o alguien le propinó justo cuando oí el terrible aullido, que continúo escuchando muchas mañanas, sentado en la mesa, mientras trabajo. Aunque ahora ya no me levante para ver lo que ha ocurrido en la calle. Y recuerdo, al llegar a la notaría cada mañana, el lugar exacto que ocupó durante unos minutos el cuerpo, la forma de garabato ininteligible que adquirió al caer y cada uno de los movimientos que hice ese día. Trato aún de encontrarle un significado al dolor que regresó al mismo vacío del que procedía al tiempo que se quedaba en mí y en mi anodina vida de empleado.

[Cuaderno de ficciones, página 23]



Fuera no hay una placa

Rainer Maria Rilke

Selbst bei geschlossenen Fenstern kommt es nicht selten vor, dass, während ich arbeite,  ich plötzlich aufgebrachtes Stimmengewirr, Gebrüll, ja sogar Aufschreie höre, die von der Straße zu mir heraufdringen. Es ist eigentlich ein ruhiges Viertel. Nicht allzu hohe Häuser, die meisten alt, mit Bäumen auf den Bürgersteigen, wenig Verkehr, eine Apotheke. Die Notarskanzlei, wo ich arbeite. Ich stehe besorgt auf, blicke aus dem Fenster, aber nur selten gelingt es mir, etwas Ungewöhnliches zu sehen. Eine alte Dame, die am Stock geht. Ein Hund, der sein Herrchen ausführt. Eine Mutter mit zwei Kindern, an jeder Hand eines. Keine Spur von einer Situation, die es rechtfertigen würde,  lauter als normal zu sprechen. Ist es vielleicht aus einem offen stehenden Fenster gekommen? Ich sehe mich um, aber alle sind ja in der Regel geschlossen. Ich kehre an meinen Tisch zurück, nehme den Bleistift wieder auf, an der Zeile der Akte, die ich dort eben  zurückgelassen hatte,  blicke auf die Uhr und rechne im Kopf die Stunden und Minuten aus, die mir noch verbleiben, bis zum Feierabend.

         Das Aufheulen, das den Dämmerzustand dieses Nachmittags erschüttert hatte, kurz vor meinem Feierabend, war von der Art, die einen aus dem Sessel aufspringen und ans Fenster rennen lassen. Dieses Mal hatte das Geräusch sehr wohl Spuren hinterlassen. Eine Frau lag dort mitten auf dem Bürgersteig. Ein paar Meter weiter starrte ein junger Mann mit einer Sporttasche auf der Schulter sie fassungslos an, unschlüssig, ob er sich ihr nähern oder fortrennen sollte. Ich hatte nicht die Geduld, auf den Aufzug zu warten, rannte die Treppenstufen hinunter und nahm dabei drei auf einmal. Als ich an der Straße ankam, waren zu dem jungen Mann noch drei oder vier Passanten hinzugekommen, ohne dass einer von ihnen es wagte, sich der Frau zu nähern, die auf dem Bauch lag. Ich drängte mich durch die Menge, die sich gebildet hatte, beugte mich hinab neben ihren Kopf und versuchte, ihr etwas ins Ohr zu sagen. Aber sie rührte sich nicht. Ich drehte ihren Kopf ganz vorsichtig herum und eine Wunde blutete über den Augenbrauen.

         Es dauerte nicht lange, bis der Krankenwagen kam. Ich weiß immer noch nicht, wieso ich in seinem Inneren gelandet bin, als Begleiter der verletzten Frau. Ich hielt ihr die Hand, die ich schlaff und kalt fand. Ich blicke in ihre Augen, in der Hoffnung, sie würde sie öffnen, aber sie lag in einer tiefen Ohnmacht. Sie trug einen langen Rock, eine Bluse und einen etwas abgetragenen Schal, der eng um ihre Schultern gebunden war. Sie hatte weder eine Handtasche dabei noch etwas, worin sie einen Ausweis oder ein paar Habseligkeiten hätte aufbewahren können. Auch sah ich keine Ringe an ihren Fingern, noch nicht einmal ein bescheidenes Kettchen an ihrem Hals. Sie schien aus einer anderen Zeit zu stammen, eine Person, die in einem dieser alten Kriege gefallen war, wie wir sie manchmal in historischen Dokumentarfilmen sehen.

         Im Krankenhaus erhielt ich die Bestätigung. Es gab keinerlei Hinweise auf ihren Namen oder ihre Herkunft. In einem Moment, so erzählte mir ein Krankenpfleger, schien es, dass sie ihre Augen öffnen, ja sogar dass sie etwas sagen wollte, aber das Einzige, was wir hörten, war ein Röcheln. Der Arzt hatte noch versucht, sie wiederzubeleben, aber es war zwecklos. Der Vorfall wurde der Polizei gemeldet, da sie ja offenbar unter Gewalteinwirkung zu Tode gekommen war. Es wird vermutet, dass ein Schlag auf den Kopf, den etwas oder irgendjemand ihr versetzt hatte, genau in dem Moment,  als ich dieses fürchterliche Aufheulen gehört hatte, das ich jetzt oft morgens wiederhöre, wenn ich an meinem Tisch bei der Arbeit sitze. Auch wenn  ich jetzt nicht mehr aufstehe, um nachzusehen, was da auf der Straße geschehen ist. Und ich erinnere mich jetzt jeden Morgen, wenn ich in die Kanzlei komme, genau, wo der Körper für einige Minuten gelegen hatte, an die Form eines unleserlichen Gekritzels, die er im Fallen angenommen hatte und jeden einzelnen Schritt, den ich an jenem Tag vorgenommen hatte. Ich versuche immer noch, einen Sinn zu finden in dem Schmerz, der in dieselbe Leere zurückgekehrt ist, aus der er gekommen war und zugleich an mir und meinem faden Leben als Angestellter hängen blieb.

Übersetzung aus dem Spanischen Peter Burfeid 2025