Avanzo por los fragmentos
rescatados en las libretas de notas de Paul Celan que han sido publicados en
2005, varias décadas después de la desaparición del poeta, bajo el título de Microlitos, guijarros. Prosas póstumas.
La impresión que tengo es que los borradores de Celan son, como la mayoría de
las anotaciones rápidas, de exclusivo uso momentáneo. Dudo que el propio autor,
tiempo después de tomadas, supiera descifrar la mayoría. Como, de hecho, me
ocurre con las que encuentro mías si por acaso abro alguno de los cuadernos de
años atrás. A pesar de ello, continúo pacientemente la lectura porque el
descubrimiento de un canto rodado singular en una playa nunca ha resultado
tarea sencilla.
En
la página 76 de la edición española descubro una cuestión que me inquieta: «¿El
escribir poesía tiene propiamente una duración?». Me sorprende el enunciado de esta
pregunta. El que se relacione la escritura poética con un transcurso concreto de
tiempo. En una segunda pregunta, a continuación, Celan responde a la primera y
la resitúa en un contexto específico: «¿Y en qué relación con el tiempo, con el
tiempo de la vida, está esa duración?». Se sobreentiende, ahora, que para el
poeta la respuesta a la primera cuestión ha sido afirmativa. De hecho, es el
dictamen racional. Por breve que sea un poema, se puede pensar en la antigua escritura
japonesa de los haikus, siempre implica un tiempo caligrafiar sus diecisiete
sílabas. O también en la más próxima y contemporánea de los aforismos.
El
propio Celan escribió 387 apuntes aforísticos —unos concluidos; otros, simples
anotaciones— que quedaron inéditos en la «Libreta de la tarde de Paul Celan».
Sobre uno cualquiera del conjunto —por ejemplo, el magnífico 11.4— es posible
preguntar qué relación mantuvo con el «tiempo de la vida» de quien lo redactó
de esta manera: «Una palabra tan vieja, tan gris, que el silencio fue a
aprender de ella». Por una parte, la
mera caligrafía del aforismo en la libreta implica una brevísima duración. En
castellano lo he copiado, con más agilidad que preciosismo, en 19 segundos. Si
la respuesta a la primera cuestión celaniana es afirmativa —es decir, la
escritura de poesía sí posee una duración, en este caso 19’’—, se puede
conjeturar que esta resulta nimia en relación con el tiempo no solo de una
vida, sino ya de un simple día. Es decir, insignificante. Sin embargo, es
plausible pensar que el poeta no estuviera pensando solo en la mecánica de la
escritura, y que escribir conllevara también conformar en la mente aquello que
se escribe. De esta forma, la implicación vital del aforismo de Celan sería
mucho más duradera. Quizá se remonte a alguna lectura de un viejo texto, donde
aparecen palabras ya en desuso, cuyo significado desconocido obliga a dejar el
libro abierto bocabajo en la mesa para extraer el tomo, voluminoso tomo, del
diccionario y buscarla en la diminuta tipografía y tratar luego de comprender,
a partir del sentido, cuál sería su origen al relacionarla con alguna raíz de
una lengua antigua. Consultar tal vez otros diccionarios. Y no olvidar que se ha
conocido la palabra, pero al reencontrarla tiempo después en otro texto,
descubrir que su significado se ha evaporado del recuerdo y cuando uno lo busca
solo encuentra en la memoria un breve rectángulo vacío. Aunque este proceso
cronológico, al alcance de cualquier coetáneo, todavía no incluye el aforismo
ni presupone una actividad poética. Es necesario, para que surja el adagio,
alterar en el pensamiento la relación entre palabra
y silencio que se manifiesta
habitualmente, es decir, invertir la lógica común de la vivencia —leer una
palabra y no saber qué significa— con el propósito de establecer una relación insólita,
ahora entre silencio y palabra, con ayuda del verbo «aprender».
Porque es el silencio quien aprende
de las palabras viejas. De modo que el aforismo incluye un período explícito de
experiencia (lectura, consulta, olvido, lectura, consulta) y otra duración
implícita, difícil de determinar, en la que tres conceptos (palabra, silencio,
aprender) implicados modifican la relación semántica que existe entre ellos en
la lengua de uso para mostrarse en una nueva e inédita relación en la escritura
poética.
No
tengo ninguna certeza de que este razonamiento sea el que pesó en Paul Celan a
la hora de formular la cuestión que aquel día le preocupaba: «¿El escribir
poesía tiene propiamente una duración?». Pero sí que es el que me permite en
este momento responder, por mi cuenta y riesgo, a esta pregunta con una
negación: «Ninguna». Es decir, la escritura poética no mantiene ninguna relación con la duración del tiempo de la vida. Más allá, claro,
de la obvia necesidad de estar vivo
para realizarla. La escisión que se ha observado en el análisis del aforismo de
Celan entre una duración explícita y otra implícita puede ser interpretada de
una manera diferente: Solo la explícita es duración; la implícita no implica
ninguna duración. Es instantánea. De esta disyunción se deriva la idea de que
la escritura poética no sería fruto de la experiencia, sino de la alteración de
los conceptos adquiridos por esta. Transformación que no consume tiempo de vida,
solo ocurre. De ahí que la escritura de la prosa se extienda en el tiempo,
porque, con indiferencia del género, ha de atenerse a las relaciones que
proceden de una duración, concreta y lógica, en la experiencia —sea personal,
social, erudita, histórica, lectora, científica…—. La poesía carece de esta
servidumbre. La poesía es otra manera de relacionar los conceptos, que puede
emanar, obviamente, de lo vivido, pero que no ha sido determinada, en ningún caso, por el tiempo de la experiencia, sino por
el no tiempo de las
transfiguraciones.