En
el Modern One, el edificio de la
Galería Nacional de Escocia consagrado al arte contemporáneo,
encuentro una sala dedicada a celebrar los ochenta años del escultor
escocés Bruce McLean (1944), que los cumplirá dentro de unos meses.
Nada más entrar, en un vídeo que ocupa toda una pared, aparece su
imagen haciendo piruetas al ritmo de una música estridente y
más alta de lo aconsejable en un museo. Nadie que conozca a McLean
se asustará. Ha dedicado todas estas décadas de creatividad tanto
a la escultura como al más puro gamberrismo estético. Para el arte
se ha convertido en un auténtico activista. Es la voz en sordina de
una generación, la suya, que al cabo resultó privilegiada por las
dificultades, el ostracismo, las adicciones y los desastres, de igual
modo que los más jóvenes tal vez acaben perjudicados por los
privilegios que disfrutan en el presente. McLean no solo es un
artista de la vanguardia expresionista, también se convirtió en una
suerte de dramaturgo de las ideas, utilizando el arte como escenario
y las salas de las galerías como platea. Un ángel anunciador de
«the
end art history».
Hay
ciertos aspectos de Bruce McLean que aprecio en especial. En su
actividad he descubierto, por ejemplo, a mi maestro absoluto en el
arte de crear listados. Los míos con dificultad giran en torno al
centenar de elementos. Sus listas son abrumadoras: solo se detienen
en los mil. Espectacular resulta su «List
of works», publicada en solo dos páginas de libro, a tres columnas
con tipografía diminuta. Se contempla como un poema conceptual.
Genial me parece su «Bruce´s CV in 20 seconds», en el anuncio de
una película sobre su figura que se puede ver colgado en su
Instagram. Tal vez sea la consulta de un currículo más veloz
de la historia: empezar riéndose de uno mismo es una prueba de
veracidad de la sátira. Interesantes son también las columnas de
nombres con sus influencias, donde compartan lista Rita Hayworth y
Jackson Pollok: antes que una información se advierte una actitud
ante la vida. Muchos de sus textos programáticos están escritos en
forma de enumeraciones y juegos de palabras. Uno, extenso, empieza
así: «Predecir / predicción como actividad negativa / los peligros
de la inteligencia / proyecto anti vivienda social / cínica
construcción / termina mal / lo que empieza mal». En cualquier
detalle se advierte su maestría para fundir lo coyuntural concreto
con lo conceptual filosófico. Esta combinación tan difícil que
cuajar lo convierte en un artista singular, mitad gamberro, mitad
sublime: «Permiso para planificar / sin permiso de obras / permiso
para todos».
Otra
de las pasiones que comparto con Bruce McLean es su confianza en los
borradores. No pasa nada a limpio. Se comprende enseguida que la
mayor parte de su vida transcurrió bajo el reinado de las máquinas
de escribir. Sus textos se publican en la primera transcripción a
máquina, con constantes correcciones y ampliaciones manuscritas.
Algo que en poco más de dos décadas de costumbres informáticas ha
desaparecido de la cotidianidad del trabajo intelectual. Ya se
corrige y añade directamente sobre la pulcritud de una pantalla. En
los textos programáticos de McLean se le ve releyendo sus propios
escritos y pensando sobre sus dimensiones. Secretos que solo guardan
los borradores. Un virtud añadida de esta práctica convierte la
caligrafía en trazo artístico.
Una
tercera afinidad que descubro en el escultor escocés es su gusto por
los autorretratos. En una época donde la fotografía está tan
extendida y, sobre todo tan expuesta a los gestos narcisistas,
resulta complicado definir un autorretrato como una actitud artística
y distinguirla de la ingente exigencia de retratos de los medios
audiovisuales contemporáneos. Los autorretratos de McLean, sean en
vídeo o en fotografía, se restringen a la escenificación de sus
esculturas vivientes o a acciones de videoarte. Cuando ha de aparecer
un ser humano en una imagen, él mismo es quien lo encarna. No se
trata de ficciones con personajes, sino de expresiones de un yo que
asumen diversas despersonalizaciones contemporáneas. Para el
cartel de una exposición en Londres de 1987 se fotografía vestido
con un elegante traje claro con un cubo de cinc en la cabeza en una
sórdida cueva, rodeado de escombros, donde el escultor, convertido
en escultura, encarna una visión sarcástica del arte contemporáneo.
Un autorretrato del ser, no del estar. O, tal como propone William
Blake en un célebre poema, una cita muy del gusto del artista, «ver
el mundo en un grano de arena / y un cielo en una flor silvestre...».
Junto
a las listas, los borradores y los autorretratos, la actividad
artística de Bruce McLean tiene encanto también por las
fotografías, una expresión que el escultor ha convertido en central
para su obra. Como fotógrafo ofrece lecturas de sus piezas
escultóricas, obviamente, pero también las fotografías concentran
su visión humorística y sarcástica de la realidad. Y en muchas
ocasiones ambas funciones se mezclan y sus piezas aparecen con
curiosas ambientaciones.
La
exposición del Modern
One,
titulada irónicamente «Quiero Mi Corona», arranca con una curiosa
fotografía, cuyo título es meramente descriptivo: «Una fotografía
de un pastel de frutas encima de un armario fotografiado en el ático
de alguien (que no cabe en la imagen)». Me detuve de inmediato ante
esta pieza, con tratamiento de lienzo hiperrealista, que me pareció
un pequeño manifiesto de la imagen. Con ser descriptivo, el título
solo alude a dos partes de la imagen, un pequeño rectángulo en el
margen derecho donde aparece el pastel sobre el armario, y otro
mayor, en la parte inferior, que es una suerte de apertura superior
de una estancia de la que solo se ve la cornisa. Este es el «ático» al que alude el paréntesis del título. El resto de la
fotografía, un tercio y medio del conjunto, permanece oscuro. Parece
una suerte de collage
con tres contenidos, dos fotografías y un fundido en negro.
«A
photograph of a Fruit Cake...» se contempla como una pequeña e
irónica poética de la fotografía. En primer lugar seduce la idea
de que las imágenes surgen del negro y se imponen a él. Ya no
recortan la luz y la muestran como una tesela de lo real. La realidad
es un fundido en negro al que se sobreponen imágenes inconexas. Una
posee un significado trivial: el pastel de frutas sobre el armario. Y
también incomprensible. La desubicación de los elementos triviales
ha dejado de crear sentido, solo ofrece nuevos peldaños a la
infinita escalinata del sinsentido contemporáneo. La otra imagen que
se impone al negro promete un contenido al intentar asomarse sobre
el techo de una estancia («el ático de alguien»), pero solo ofrece
el acceso, la anónima cornisa, una sombra, nada que acerque a nadie.
Las
tres fronteras de la fotografía contemporánea, la trivialidad, la
inaccesibilidad y su presente, la ceguera.
«A Photograph of a Fruit Cake on Top of a Wardrobe
Photographed in Someone's Attic (which doesn't fit
in the vitrine), piece, 2024». Bruce McLean