Da la impresión de que no se lo piensa dos veces al ver el hueco entre dos vehículos estacionados. Quien conduce gira el volante con brusquedad e incluso acelera, como si alguien le pudiera arrebatar el aparcamiento, pero el coche de repente parece que tropiece, da un bote y se detiene de golpe. Sonrío. Otro que no ha visto el hueco que dejaron los empleados del ayuntamiento al retirar el tronco del árbol que se había secado y se inclinaba peligrosamente, me digo, por decirme algo, acodado a la ventana sin más propósito que dejarme impresionar por esta minucias. Abre la portezuela y veo que en realidad es una conductora, aunque no es otra conductora.
Sin pensármelo dos veces, grito un nombre desde lo alto. El viento sopla en sentido inverso y no lo oye. Veo cómo incrédula contempla la rueda de su utilitario hundida en el parterre vacío. Los empleados podían haber rellenado el hueco con arena, hasta igualarlo con el pavimento, pienso que estará pensando, pero no lo hicieron. Oigo una puerta que golpea a mi espalda, empujada por la corriente, y cierro la ventana. Repito el nombre, ahora en voz baja, y solo para mí. El que urde la trama de los días se divierte con estas cosas.
Mientras desciendo hasta el portal ya ha vuelto a subir al coche, e intenta salir del agujero. Acelera, pero cada vez que suelta el embrague, el automóvil da un brinco y se cala. El viento trae hasta mí el desagradable olor a embrague quemado. Vuelve a arrancar. Sujetando el toro de la casualidad por los cuernos, decido acercarme. En ese justo momento quien aparece en escena, salido no se sabe de dónde, es otro tipo, de mi edad, que de inmediato se presta a dirigirla desde atrás, donde se ha situado con la intención de empujar. La maniobra me pilla a medio camino, más cerca, pero aún a cierta distancia. Me embosco tras el tronco de un árbol, este aún frondoso, y observo. Cecily corrige la maniobra, siguiendo las indicaciones certeras del fulano, y deja el auto a salvo de caer de nuevo en el agujero cuando tenga que salir. Apaga el motor. Desde mi escondite observo. El tipo sonríe con la satisfacción que me hubiera correspondido a mí.
Al tiempo que cierra con llave la portezuela, Cecily mantiene la cabeza orientada hacia el samaritano aparcacoches. Ahora ambos ríen abiertamente. Sus miradas, como dos cables, se reúnen en la intimidad de un conector eléctrico. La realidad, alrededor, deja de existir. Qué rápido ocurre todo cuando acontece. El tipo se presenta, lo intuyo porque le extiende la mano, que Cecily toma, no para estrechársela a distancia, sino para alzarse hasta su altura y alcanzar su mejilla. Un beso, dos beso. Ríen aún con mayor desinhibición. Y yo me siento como aquel a quien han robado no solo la cartera, sino a la par la facultad de reacción. Así paralizado los veo conversar animadamente. Miran los dos hacia la cafetería que hay al otro lado de la calle, junto a mi edificio, y no dudan que es buen lugar para iniciar un idilio. Las oportunidades, decía mi padre cuando le escuchaba con atención para saber qué pensar a la contra, no favorecen a los apáticos.
Corrijo mi posición tras el tronco cuando pasan muy cerca del árbol que me cobija, tanto que hasta escucho sus voces, mezcladas con risas continuas. Hubiera pronunciado por tercera vez un nombre aquella tarde de haber creído en mí. Sin embargo, mis movimientos son lo más taimados que consigo improvisar con la intención de pasar desapercibido. Si no lo logro, dará igual, pues su atención está centrada en ellos mismos, en la simpatía que de repente se han descubierto mutuamente. No es fácil que reparen en mí. Cecily. Estoy convencido de que le gusta que la llamen así, nombre con el que se habrá presentado, que ahora el tipo estará utilizado, igual que hago yo, al referirse a ella. La única diferencia es que a mí me toca ser, como siempre, el cronista. Por eso también conozco el nombre. No soy un apático, mi padre se equivocaba. Sé aprovechar cualquier oportunidad que se me presente para contarlo.
[Cuaderno de ficciones, página 20]