CARTAS AL s XX | 26 de febrero de 1949, sábado. Día de colegio


El 26 de febrero cae en sábado. La semana escolar llega hasta aquí. El alumno tiene trece años, elige el lápiz verde para anotar la fecha. La mañana es fría, fuera y también dentro del aula. No se ha quitado el chaquetón heredado ni los mitones cuando selecciona el color con el que nombrar el día. El colegio del pequeño pueblo en el Ampurdán donde ha nacido no es, sin embargo, un edificio cualquiera. Enorme, el mayor del lugar, dotado de holgados espacios, una gran escalinata y ventanas con arcos de medio punto. Elegante. Un aire clasicista que pacientemente envejece en paredes demasiado altas y anchas para mantener su lozanía en tiempos de precariedad.  El arquitecto tenía treinta y un años cuando proyectó estas escuelas de pueblo, pero una década más tarde urbanizará la Plaza Cataluña de Barcelona. Es la primera construcción escolar que promovió en Cataluña, en 1914, la recién creada Mancomunidad para cumplir con su propósito de dotar a todos los pueblos que regía con una carretera, un teléfono y una escuela con biblioteca. 

Ejercicio escolar de Francisco Casanovas Figueras (Palau-Saverdera, Girona)

     Aquella mañana, el alumno en su libreta copia de un libro de problemas matemáticos el enunciado de uno de ellos: «Mis padres han tenido 5 mujeres recogiendo aceitunas cobrando por jornal 20 pesetas…». La madre del alumno lo ha despedido con un beso en la mejilla aquella mañana de sábado en la casa familiar. Viven en la parte alta de este pueblo que se estira salvando el desnivel de una ladera de la sierra de Rodas, en las últimas estribaciones pirenaicas antes de desaparecer en el mar. La escuela, en la parte baja, se encuentra junto a la iglesia románica y las casas nobles de la población. Quien no está aquella mañana en casa para despedirle cuando se coloca la cartera en el hombro es su padre. Solo lo ha conocido por una fotografía enmarcada del matrimonio que preside el comedor. De un excelente fotógrafo anónimo. Cuando apenas era un bebé, su padre ya no estaba en casa, primero porque había tenido que irse como soldado al frente, y poco después porque ya no regresaría, fue una de las primeras víctimas de la guerra civil en el pueblo. Hay un monumento en la entrada que recuerda su nombre junto al de otros tantos que la contienda se llevó por delante. Su madre, como la mayor parte de las viudas del lugar, difícilmente habría podido contratar a cinco mujeres para los olivares que nunca ha tenido. Aunque sí que es posible que tuviera que ir ella misma, a inicios de cada invierno, a los campos próximos a recoger la aceituna. No sé si por ese jornal o por otro inferior. En 1949 el régimen acuñó una nueva moneda de níquel con un agujero en medio con el valor de 50 céntimos y la voluntad de que se convirtiera en la pieza más popular en el monedero. Dinero agujereado.

         El primer ejercicio matemático pregunta por el salario que cobrarán las cinco mujeres trabajadoras, pero la cuestión que plantea el segundo enigma propuesto resulta más curiosa: «Los kilos de frijoles que tendrán que entregar a dos de ellas, sabiendo que la cuartera de 60 kilos vale 680 pesetas». Aparte del extraño léxico, donde «frijoles» y «cuartera» son términos de uso local, pero de otras localidades lejanas, el enunciado implica que dos de las mujeres trabajarían tres semanas por 70,60 kilos de frijoles. ¿Cultivados dónde? ¿Importadas de Méjico? ¿Cómo se los entregarán? ¿Cómo conseguirán llevarse a casa un saco de ese peso? El alumno, a sus trece años, caligrafía «Solución» en letras mayúsculas. Y muestra todas las operaciones correctas, pero sin realizarlas. Para saber el precio del kilo de frijoles, escribe: «680:60=11,33». Pero una división escolar se hace siempre de otro modo, donde se consigue determinar el resultado paso a paso, a través de una operación, no de su mero enunciado. A continuación, sin ningún paso intermedio divide 80.000 por la cantidad resultante, las 11,33 pesetas. Y anota la cifra correcta para el problema planteado por el ejercicio: 70,60. Aunque el resultado de 80.000:11,33 en realidad sea 7.060,90, cantidad de kilos de frijoles que ya les hubiera gustado cobrar a las mujeres trabajadoras. El proceso tampoco explica en absoluto de dónde procede y a qué corresponde la cifra de 80.000. Si a partir de los datos rehacemos la cuestión, se ve que las mujeres han de cobrar por su salario 400 pesetas, tres en dinero y las otras dos en frijoles. Es decir, 400 cada una, siendo dos, 800; pero no 80.000. Aunque esta sencilla suma de salarios no se recoge. La «Solución» que el alumno ofrece parece un truco de magia: hace aparecer cifras incógnitas y consigna un resultado exacto a una operación con los términos errados.

         El maestro, en rojo, califica con una B, al margen, la «solución» correcta del ejercicio. Me pregunto si el alumno aprendió aquella mañana de sábado, en 1949, matemáticas o simplemente realizó otro ejercicio más de caligrafía. Todos sus cuadernos, que la familia conserva con reverencia, están copiados con la misma pulcritud. Los reviso uno a uno. De ciencias naturales, de historia, de física. Todos corregidos al margen con una burocrática B. En ninguno hay tachaduras. Ninguna duda en las operaciones. Ningún error en las respuestas. Asisto a una educación ejemplar. El eco del eco de un aprendizaje. La exclusiva confianza en la repetición. Un decorado perfecto para lo que no se aprende. 

20 de mayo, lunes. Jardín de aforismos



La utilidad, como principio rector de la conducta, anhela abolir el azar. El día que lo consiga la jerarquización social habrá logrado sus utópicos fines sin siquiera un disparo.

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Aunque los siga llamando libros, concibo su lectura como una sombrilla plantada a mediodía en mitad del desierto.

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Los entusiastas suelen tener buena prensa. Sobre todo, en las páginas donde el espacio mayor lo ocupan los anuncios.

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El auge de la extravagancia como diagnóstico y como prescripción no empeora la enfermedad social, pero tampoco hace nada por curarla.

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Cuando los geólogos hablan de la formación tectónica del relieve terrestre podrían aprovechar sus hipótesis para describir el concepto de identidad.

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Quienes afirman tener un propósito con frecuencia ocultan el verdadero.

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El carácter diurno o el carácter nocturno son, desde el descubrimiento de la luz eléctrica, cada vez más difíciles de distinguir.

15 de mayo, miércoles. Contar edades


En tiempos de Horacio el sistema numérico que se usó en Mesopotamia ya solo formaba parte del imaginario que hoy se denominaría astrológico. En la más célebre de sus odas, la XI, le aconseja a la influenciable Leuconoe que si quiere saber algo del destino no recurra «a los números babilonios». Es el punto de decadencia más bajo de este procedimiento para contar que, sin embargo, nos ha dejado una herencia que usamos cada segundo, el sistema horario, y otros que nos resultan útiles cuando vamos al supermercado y compramos una docena de huevos. Medida de uso insustituible por la común para todo lo demás que sería la decena: ¿cómo envasar media decena de huevos? El sistema sexagesimal fue creado en Sumeria al tiempo que arrancaba esta costumbre que continúa siendo insustituible, incluso ahora mismo para mí, que es la escritura. Las civilizaciones posteriores, menos abstractas —preferían contar con los dedos, que son diez—, acabaron por imponer el sistema decimal que seguimos aprendiendo en la escuela. 

Nadie le va a quitar méritos ahora al sistema decimal, aunque eso no quiera decir que no haya zonas que nunca ha conseguido iluminar; por ejemplo, las edades del ser humano. No hay nada tan inconcreto como las décadas para pensarlas. A una década que se empieza con once años y se concluye con veinte no hay manera de encontrarle un sentido racional. Hay que recurrir a la partición asimétrica, donde nadie ya se pone de acuerdo si algo empieza a los quince o a los diecisiete y acaba a los veintiuno o a los veintiséis. El sistema numérico fue inventado para ordenar el desorden de cuanto acontece, si el decimal no sirve, tal vez otro pueda sustituirlo.

En el caso de las edades de mujeres y hombres tal vez deberíamos resucitar el sistema sexagesimal, porque ordena nuestra vida de un modo preciso y diáfano. La primera época sería la infancia, entre los años 1 y 12, con dos etapas muy marcadas, entre 1 y 6, la infancia dependiente, entre 7 y 12, la progresiva independencia dentro de la familia. La segunda surge diáfana, de 13 a 24, la apertura al mundo. También con dos pasos, de 13 a 18, la apertura al yo y al aprendizaje generalista; de 19 a 24, la apertura hacia las habilidades y el aprendizaje específico. La tercera época de la vida, entre los 25 y los 36, señala el período de desarrollo personal y profesional. Su segmentación en bloques de seis años —25-30, 31-36— resultan significativos en los pasos de ese desarrollo. El cuarto tramo vital señala el arco de la madurez personal y social, de los 37 a los 48, también con un claro desdoblamiento en dos mitades. El quinto es el período de la maestría, entre los 49 y los 60. Es importante subrayar el nombre de este período porque se da la circunstancia de que la mayor parte de las empresas intenta deshacerse de sus empleados cuando lo alcanzan, lo que es una clarísima señal, por el costado adverso, de las capacidades alcanzadas en esta edad por los humanos, exactamente aquellas de las que la organización social del presente desea prescindir.

El sexto período, de los 60 a los 72, es la frontera del desarrollo humano, primero como estancamiento, entro los 60 y 66 años, después como lenta decadencia física, intelectual o de capacitación, según lo que cada persona haya cultivado menos. La vejez, marcada por la decadencia en todos los aspectos, en especial el físico y el aspecto, señalaría el último tramo biográfico, ente los 73 y los 84. Algunas personas arrancan a la vida un postrer período babilonio, cuya longevidad acentúa la decadencia ya irremediable, por más que otros sueñen con alargarla una docena de años más, pasados los 96, con prestaciones de quinto período. Pero los sueños son lo único gratuito que brinda la sociedad comercial del presente.

La vida contada con números babilonios cuadra perfectamente no solo con el desarrollo genérico humano, sino también con las expectativas que cada persona tiene del momento en el que vive. De hecho, es una manera de contar el tiempo biográfico coherente con la forma en la que lo contamos a diario, en minutos, segundos y horas en bloques sexagesimales. Al romper la absurda dinámica de las décadas, a la que es tan difícil amoldar una idea coherente del paso de las edades, mujeres y hombres consiguen entenderse mejor, lo que ellos esperan de sí mismos en cada momento y en el futuro que les aguarda, y lo que la sociedad valora de su desarrollo colectivo. Qué duda cabe que una de las razones básicas de la felicidad es la comprensión del sentido que cada biografía traza en el rinconcito de tiempo tan concreto que habita, algo que el disparate de contar la vida por décadas no consigue ofrecer nunca. 

7 de mayo, martes. El narrador


No hay nada que explicar, le dije. Soy solo el narrador, ¿qué quiere que le cuente? ¿Le pediría al conductor del tráiler que transporta los vehículos desde la fábrica las características y prestaciones de cada modelo? ¿Verdad que no? Pues eso. No tengo más historia que las historias que cuento. Y ya están contadas. Tampoco sé más que lo que narro, porque si conociera más detalles, claro, ya los habría incluido en la narración. Los narradores no escondemos nada. Trabajamos en mangas de camisa. No sé a qué viene este interés por mi persona. Solo tengo categoría de operario. Transmito, no invento. Déjeme un poquito en paz.

         Claro que no me ofendo. Lo entiendo. Comprendo ese interés por mí. El narrador mejora cuando desaparece detrás de los personajes, como el titiritero que maneja con destreza los hilos que mueven los labios de los muñecos cuando hablan. Es una destreza, lo reconozco. Pero solo de carácter técnico. Como el albañil que sabe elevar un muro de ladrillo o el electricista que no se hace un lío ante el laberinto de cables que lo ha de atravesar. Eso soy yo. ¿Y a cuántos albañiles o electricistas ha investigado? Ve por qué me enerva que quiera saber algo más sobre mi condición. Soy transparente, como casi todos. Pregúntele a los corpóreos.

         No, no es cierto que haya vivido las historias que narro. Tal vez alguna, pocas. Casi ninguna. La narración es un depósito donde la gente anónima va echando las historias que le han ocurrido. Una especie de cubo de basura del sufrimiento humano. Como esos contenedores donde se abandona la ropa usada que ya no se necesita. Luego hay quien la recoge, la limpia y la pone a la venta a bajo precio. Y hasta es posible que alguien pueda comprar con encanto una chaqueta que en su día lanzó con desprecio al montón. Este es el secreto de las narraciones, reciclar los desastres sentimentales.

         Bueno, claro, sí, alguna historia ha de ser por fuerza personal. La vida de los narradores no es diferente a la vida de los narrados. Hasta, en ocasiones, uno se deja llevar por la proximidad y le atribuye al personaje palabras y hechos que son suyos. Y cuenta en tercera persona lo que se sabe en primera. Este sería, de hecho, el primer problema para responder a su interés. Es como si a un albañil o a un electricista le pide usted que se dibuje, en lugar de pedírselo al dibujante. De cualquier otro sé contar su vida porque manejo bien la tercera persona. Es la habilidad que me caracteriza. Pero quedaría fatal que empezara a contar mi vida así: «El narrador nació en el cuento equivocado». Carecería de sentido. Y aún peor sería que el narrador utilizara la primera persona. Usurparía, entonces, los atributos del que ha de emplearle. Sería un trabajador que firma en las dos casillas su contrato de trabajo, la del empresario y la del empleado.  

         Como narrador no sé, pero como persona lo entendí todo al revés, si quiere que le desvele algo de mí que sacie su curiosidad. En casa teníamos necesidades, pero me creía todo lo que echaban por la tele y exigía y exigía lujos absurdos que nadie podía pagarme. Me enfadé con todos. Los consideré traidores. Arruiné mi carácter. Mis lazos familiares perecieron por la carcoma de mi odio. Todo  alrededor me abandonó antes de que supiera si prefería abandonarlo. No había, eso lo supe más tarde, otra identidad fuera de la que rechazaba. Me había quedado en los huesos triviales de un mero personaje secundario. Eso lo descubrí pronto. Por eso empecé a contar las historias de los demás. Para convertirlos a todos en nadie, como yo, y se me dio bien. Acabé, sin pretenderlo, en la categoría de narrador. Ah, pero el narrador es quien relata las historias donde triunfan o perecen los protagonistas de otras vidas. Los que han logrado disfrutarlas o padecerlas. Solo me dedico a contarlo, soy el que no supo vivir su propia historia.

[Cuaderno de ficciones, página 17]

2 de mayo, jueves. El globo que se pincha en la feria


Es una preocupación común de la época el debilitamiento de las esferas de privacidad debido a multitud de fenómenos que la resaca de la revolución tecnológica ha dejado abandonados sobre la playa de la convivencia. Resulta especialmente complejo este asunto cuando se relaciona con adolescentes, a los que cuesta convencer de que al campo sí hay que ponerle puertas que preserven de la intemperie. He escrito sobre la dilapidación de la intimidad en diversas entradas de algún diario, que ahora no recuerdo, pero hoy, mientras merendaba plácidamente felicitándome de que con la primavera el sol aún permanezca en las alturas y la extensión del día consiga engañarme, como hacen esos ingenios que estando quietos simulan el movimiento, pero al contrario.

         He escuchado por la radio, que sonaba con la inercia cotidiana, el palmarés de no sé qué premios cinematográficos. El que daban los críticos y el obtenido por votaciones populares. Como había visto todas las películas mencionadas me ha divertido observar cómo votan los críticos, seguramente sin ver las películas o quizá echándose un sueñecillo. Porque sus galardonados son, sin excepción, los nombres (arcaicos nombres ya) más rimbombantes y obvios de la historia reciente del cine, pero con títulos sombríos, exentos de ideas, mal dirigidos... por no decir directamente bodrios. Pero el público, que ya no le debe nada a nadie y solo atiende al carpe diem de la cartelera semanal —aún no lo han aprendido los que saben distinguir un Scorsese—, ha votado sobre todo por directoras nuevas. Que molan más.

         Esta primera observación me ha hecho sonreír, pero no me hubiera sentado a contársela a mi diario si la meditación hubiera acabado en esa nimiedad. El caso es que las películas que el público anónimo ha votado coinciden en algo más que no deberle nada a nadie. Todas desarrollan temas sociológicos. Aunque reconozco que están perfectamente encarnados en el dibujo de los personajes, el núcleo central de las películas premiadas por el público es un problema de actualidad y debate social. Eso me ha llamado la atención. El cine que uno disfruta, en general, es aquel con el que —al margen de las exigencias formales y la pericia de los actores— el espectador se identifica desde su esfera más personal. Es lo que pensaba. Pero veo que cada vez se hacen más películas no con los problemas concretos de un personaje, que encarna esta esfera íntima, sino con cuestiones sociológicas y de actualidad expresadas alegóricamente en los protagonistas. Y estas películas son las que más han gustado al público que ha votado en el certamen.

         Que lo sociológico se confunda con lo personal tal vez sea, no sé si estoy exagerando, un efecto de la crisis de identidad que padece el universo privado de repente vertido sin piedad al exterior. Desde el momento en el que lo privado se convierte en público, de modo automático adquiere una dimensión sociológica. Es decir, pierde sus valores de identidad para convertirse en una cuestión social. Este es el estadio que observamos a diario en la ruleta (no sé si de carrusel o rusa) de las redes sociales. Las consecuencias muestran ya un efecto perverso que se advierte por todas partes —el cine es un indicador privilegiado, puesto que vive de la taquilla—, y es la contaminación sociológica de lo artístico. La fórmula es sencilla: si las esferas personales se transforman en colectivas; lo social acaba por monopolizar los emblemas de lo personal. Que es, me temo, el punto en el que estamos. Aquel en el que a lo esencialmente subjetivo se le pide, para legitimarlo, un carácter objetivo. La literatura padece esta enfermedad desde hace un tiempo: la ficción ya solo resulta atractiva enmascarada de relato de veracidad. La novela que se prefiere es antes un reportaje que un fruto de la imaginación. Épocas. O, dicho de otra manera, razones para la añoranza.