«Si algo importante resulta,
tanto mejor», dice el doctor Williams ante la propuesta del poeta William
Carlos. Ambos van a cumplir en unos meses cuarenta años, aunque nadie me
discutiría si afirmo que los llevan de manera diferente. A diario el doctor, en
un espejo de la entrada, antes de salir de casa, cierra con delicadeza el
alfiler sobre el nudo de su corbata. Y en invierno se abrocha el abrigo
jaspeado de lana. El poeta, al atardecer, lo desabrocha, también con cuidado, y
con la mano se revuelve un mechón de cabello que le crece en la parte superior
de la cabeza. Pero ya no lo hace frente al espejo, sino sentado ante un
cuaderno.
Cuando
llegue el sábado se verá con Mc Almon en la ciudad. Rumor de cucharillas
rebotando sobre cerámica y voces agarrándose unas a otras como practicantes de
judo. El himno del Greenwich Village. En efecto, está sentado frente a Robert,
a quien le han llegado noticias de Dijon. Dijon suena a nombre de un lugar
ubicado en otro universo. Monsieur Darantière, el impresor francés del que te
hablé, va a tirar ya la cubierta. En cartulina verde. Las tripas ya están
cosidas. El poeta asiente. Pero no acaba de imaginársela. ¿Verde selva
tropical? ¿Verde pradera de hierbas bajas en Montana o de hierbas altas en
Illinois? ¿Verde cítrico o verde calaíta? Diría, especula Robert, por las
explicaciones de Maurice, que turquesa. Sin ilustraciones. Solo tipografía.
Título y nombre. Modulación inclinada. Tipos Bookman. Trescientos ejemplares.
¿Trescientos?, ¿no van a sobrar doscientos noventa? No seas tan optimista. De
mi primer libro vendí cuatro en Rutherford y ninguno en otra parte. Y William
Carlos añade para sí: «Y tanto más probable el que nadie quiera verlo».
«Toda idea de tristeza nos ha
abandonado» le dice el poeta al doctor. De regreso. Ya en el tren. Los dos
solos en un mismo asiento. Al entrar en un túnel, el paisaje donde la ciudad se
va desliendo poco a poco en suburbio, de súbito se transforma en monólogo. El
viajero ante sí: «La vida se vuelve real solo cuando la identificamos con
nosotros mismos», le dice la ventanilla del vagón mientras no trasluce nada.
Como si el doctor Williams interrogara a William Carlos, pero el ferrocarril
emerge a la luz antes de que ninguno de los dos haya llegado a alguna
conclusión. Sin embargo, la respuesta
está ahí. La ve. Con las riendas en las manos un labriego contempla pensativo
el paso del tren desde una carreta que avanza por un camino embarrado. Un niño devora, en un asiento próximo, un
bizcocho de chocolate con nueces que acaba de desenvolver su madre.
Hay
un lugar recóndito en cada atardecer de domingo. Entre papeles y revistas del
poeta y del pediatra busca alguna superficie en verde turquesa para hacerse la
idea de cómo va a ser su nuevo libro. Escribe sobre la cartulina de un folleto
médico de ese tono: Spring and All.
Con pluma, en bastardilla. Obvia su nombre. No es un libro como los que William
Carlos ha publicado antes. Aquellos que escribió con buril en lugar de pluma y
que fue recubriendo con levísimas capas de esmalte que imprimía un finísimo
pincel. Aquellas fotografías en palabras que soñaba bajo la estética de unas
ideas en las que ha dejado de creer. Tampoco sabe si el doctor Williams habrá
intervenido con el gesto resolutivo de quien sana. Con su clarividencia. El
libro carece de aquel ejercicio cristalino de tallador de orfebrería, pero aún
no sabe qué contiene. Envió el manuscrito mecanografiado a Dijon hace meses y
en una carpeta se quedaron los borradores, cada día que pasa más
ininteligibles.
La
noche arde en la chimenea de la casa del doctor Williams. En ropas cómodas,
familiares, conversa con el poeta que habita en ella como inquilino, quien
asevera: «Este momento es lo único que a mí me interesa. Luego, ¿a quién le
importa nada de lo que yo hago?». El doctor se acaricia el rostro y advierte en
su mejilla la barba incipiente que mañana, temprano, tendrá que rasurar: «¿Y
eso qué me importa?». Ambos se dan cuenta de que no hay camino al otro lado del
barranco, ni hay barranco donde se alza la tapia que están levantando. Que no
es esa la pregunta porque la respuesta lo desdibuja todo. «¿A quién, entonces,
me dirijo?», prueba de formularla de otra forma uno de los dos, e
inmediatamente William Carlos Williams les responde a ambos: «A la
imaginación».