Mi
Señora vive en Cannes. En el mismísimo bulevar del Mar. Mi habitación se encuentra
en la pequeña vivienda para el servicio que se alza al otro lado del jardín,
sobre el garaje para los autos. Está en la parte posterior de la finca, con puerta
a la avenida. Y lo prefiero. El mar es un hermoso vecino, pero difícil de
acallar cuando se altera. Mi Señora adora el mar. Le gusta pasear descalza por
la arena, dormir en una tumbona, nadar cuando el oleaje no le asusta. Durante muchos
meses al año prefiere la playa al coche, y esa afición suya favorece de paso
también la mía, pues puedo dedicarme a la jardinería en lugar de hacer de chófer,
que por ambas cosas he sido contratado, aunque el jardín solo lo toma mi Señora
como una ocupación secundaria. Señalo estos aspectos porque esta primavera,
cuando más trabajo exige mantener parterres, maceteros y árboles en óptimo
estado de revista, mi Señora solo quiere subirse al coche. Incluso los
domingos.
Nada más levantarse y tras elegir sus
mejores vestidos me grita: «A Antibes, que estamos tardando». Antibes es un
cabo que se adentra en el mar al norte de la ciudad. Es ya otro municipio, pero
las casas de uno se confunden con las casas del otro. Nunca sé cuándo salgo de Cannes o cuando
entro en Antibes. Ah, mi Señora ha conocido allí a un pintor. Español, creo;
aunque parece italiano. Un hombre pequeño, nervioso, vestido siempre como un
pescador de los que nunca salen a navegar. No sé qué le verá, pero mi Señora lo
admira. Para mi perjuicio lo adora más que a la playa. Acude a verlo a su
taller, que lo ha instalado, no sé muy bien con qué permiso, en el castillo de
los Grimaldi. Que es un museo. ¿No es una contradicción que un pintor pinte
dentro de un museo? ¿No es como quererse adelantar a los tiempos? En fin, cada
vez entiendo menos el mundo.
Ni sé de lo que tratan, porque yo me
quedo pasándole el trapo al auto. A veces tomo algún camino polvoriento a
propósito solo para tener entretenimiento mientras mi Señora se entrevista con
el pintor. Hoy, por cierto, he visto cómo se llama. Me ha costado, ciertamente,
pero al final he descifrado la firma, letra a letra. La tengo aquí delante, con
la dedicatoria que le ha escrito a mi Señora en la carpeta que guarda las
litografías que le ha comprado. Picasso. No sé a qué me suena. ¿A picotement? Será por la picazón que me
producen sus dibujos. Mi señora ha querido enmarcar uno. Su preferido, según me
ha confesado como medida de presión para que lo vigile mientras lo enmarca el
ebanista.
Acabo de colgarlo. Qué pena de clavos
que podrían haber sostenido una obra admirable de Alphonse Mucha. «Fauno
melenudo», su título. Me he quedado pasmado mirándolo. Que es un fauno lo
entiendo bien: los cuernos no engañan. De eso sabemos bastante los chóferes. O
sabía, porque mi Señora es viuda. De general. Aunque no murió en combate, sino
en el hospital, sin ningún honor. Ahora eso sí, de continuar con vida, el fauno
de Picasso no colgaba en el salón de la casa del bulevar del Mar. Que me corten
el cuello si lo admitía.
Las melenas del título también las veo.
Los ojos y las cejas, de cara. La nariz, de perfil. Tiene su qué. Las orejas. Grandes
orejas vacías. La boca. No le falta nada al fauno. Y carácter le sobra. Tiene
un ojo atento y otro melancólico. Como yo cuando conduzco. También me reconozco
en la nariz griega. Qué padecimiento vivir con una nariz que llega a los sitios
minutos antes que el cuerpo. Parece que esté hablando, aunque no se le entienda
lo que dice. En eso no es como el resto de mortales, que se les entiende todo
lo que piensan nada más verlos sin que se molesten en decirlo. Gasta poco la
paleta el pintor. Un trazo azul, un escaso marrón, un verde tímido. Conforme lo
miro, más gracia le encuentro. No en el hecho de que me vaya a gustar o lo
encuentre gracioso, sino en otro sentido. En el de retrato. Frente a los otros
retratos que lucen en las paredes y corredores de la casa, con rostros
avinagrados por la ausencia de movimiento, este fauno parece moverse
continuamente. Se diría que no es nadie y, sin embargo, a poco que quien lo
observa se detenga en él, parece que le refleje a uno. Que sea el retrato de
quien mira. No su retrato, claro, que no lo será nunca, sino el retrato de cómo
es por dentro. Lo que nadie puede ver cuando está delante, pero que si uno
vuelve los ojos hacia el interior se asusta de verse a sí mismo como un fauno.
¿Será ese vértigo lo que pinta el tal Picasso?