Nunca le he temido a la ceguera,
sé que sabría pintar mis cuadros con los ojos cerrados. Conozco de memoria su
estilo antes de empezarlos. Siempre procedo del mismo modo. Una máquina no
reproduciría el modelo mejor que yo. Es la verdad, aunque estas afirmaciones
tan rotundas nunca se las contaré a nadie. Claro. No vendo muchas piezas, pero
las que me compran pagan el alquiler del estudio, la ropa que visto y lo que me
traiga los jueves del mercado para pasar la semana. Por las noches duermo en un
rincón. Mi vida se limita a estos movimientos. Trabajo durante las horas de
luz, para no aumentar con los focos la factura de electricidad, leo cuando
oscurece. O escribo, como ahora, confesiones que rasgaré por la mañana, para
que no se conozca la verdad. Nada le conviene menos al arte que lo auténtico.
El arte es máscara de principio a fin. Ni puedo acordarme cuántas veces he
empezado un escrito con el mismo párrafo que este. Día sí día no. Y sin
embargo, lo escribo para que al día siguiente solo yo me entere de lo escrito,
justo antes hacerlo trizas.
Por
cierto, no resulta tan sencillo deshacerse de estos papeles comprometidos en
los que necesito expresar la más recóndita intimidad para luego destruirlos.
Solía hacer con ellos una pelota y lanzarla luego, con estilo de ala-pivot, al
cubo de la basura. Pero un día me di cuenta de que cualquiera podía hurgar en
los contenedores y leerlos con facilidad. Pasé inmediatamente a rasgarlos. No
fue fácil tampoco la decisión de dónde deshacerse del documento, porque para
entonces ya me había comprado un cubo con separación de residuos, en el que
quedaba fatal ante mí mismo si tiraba al hueco del rechazo un papel, habiendo
al costado un espacio pintado de azul que lo aguardaba ávidamente. Algo me
impedía, sin embargo, cambiar el objetivo. Cuanto recogía la fracción azul del
cubo multiusos —envoltorios de productos, folletos publicitarios, periódicos
atrasados— es susceptible de ser leído. Así que, en un giro de guion
sorprendente decidí mezclar mis escritos prohibidos con mondaduras, espinas,
cáscaras y desperdicios de la comida en el cajón de color marrón. Así lo hice
durante una temporada, seguro de que nadie se atrevería a investigar en un
papel impregnado con salsa de tomate. Como basta adoptar una costumbre para que
un documental la afee, en la tele me entero el otro día de que los únicos
residuos que se revisan son los orgánicos, entre los cuales, en cierta ocasión,
descubrieron unas cartas de la guerra civil de las que alguien se había
deshecho junto a los restos de la cena. Las dudas regresaron a mi hábito de
confesar a diario lo que nadie nunca debería conocer. De modo que no tengo ni
idea de cómo me desharé de este folio cuando lo cubra de verídicas razones.
Echaré a suertes su destino.
Compro cada mes unos cuantos listones y unos metros de lienzo. Me gusta clavetear mis propios marcos. Darles las medidas acordes con la inspiración. Antes fue la mía, ahora es la de los futuros dueños de las piezas, para que se amolden a la cómoda o al sofá sobre los que pretenden colgarlos. Y así empiezo cada mes con la misma rutina. De hecho, los tres o cuatro encargos que tengo, sea de particulares o del dueño de la tienda de muebles que se los vende a sus clientes, los resolvería en una, o quizá, dos tardes. Pero como estos cuadros me pagan un mes de alquiler, me parecería ruin tirarme a la bartola el resto del tiempo. Así que empiezo a pintarlos desde el desconocimiento de lo que aparecerá en ellos. He pasado por tantas épocas y estilos que no me extrañaría que alguna vez incluso repitiera motivos o combinaciones de color ya experimentadas hace años. No me importa. Creo convulsivamente sobre los lienzos. Y cuando los agoto, retomo el primero, le doy una capa de blanco y vuelvo a pintar. Y así las rotaciones que me exijan las horas con luz solar del día. Hasta la última semana del mes, cuando ya no puedo procrastinar más la entrega. Entonces devuelvo los lienzos a su blancura original y pinto según el estilo que conseguí hace unos veinte años y tanto éxito tuvo entonces, y lo mantiene, entre mis contemporáneos. Los envuelvo en plástico de burbujas y realizo yo mismo, disimulado con una gorra y un mono de repartidor, las entregas, casi siempre a los conserjes de las fincas donde habitan los seguidores de mi arte. Dos cosas que he de cuidar con esmero y fidelidad, aquellos a los que les gusta lo que hago y el estilo cuya admiración consigue desbloquear su cuenta corriente.
[Cuaderno de ficciones, página 9]