No me hizo ninguna gracia que me
reclamaran para un trabajo así. Un fotógrafo de fiambres es lo último que me
dejaría llamar antes de soltar un mamporro al que lo pronunciara delante de mí.
Pero también es verdad que si se lo pidieran a otro, aún me lo hubiese tomado
peor. Y no solo porque lo cobrara en mi lugar, sino porque en este caso el
difunto era renombrado y eso se transmite como la pólvora a todo cuanto se
relaciona con él. Ahora sobre todo, cuando el célebre ya no va a poder
disfrutar de otro privilegio que no sea el descanso eterno. Vaya, que me
presenté en el 44 del bulevar Longueville, aquí en Amiens, más que
dividido, peleado conmigo mismo. Como siempre, de hecho.
Me había
avisado, con un billete garabateado que me trajo un muchacho, el hijo, el señor
Michel Verne. Él mismo fue quien me abrió la puerta. Lo conocía de vista. Un
tipo de mi edad. Elegante. De mundo. Con un buen retrato. Esta posibilidad y
sus maneras cosmopolitas diluyeron el vinagre con el que había recibido el
encargo. Enseguida se da cuenta uno de que no le han llamado por la rancia
costumbre, sino por respeto al arte de atrapar lo que la vida de sopetón se ha
llevado por delante como hace siempre, sin preguntar a nadie si el momento era
el adecuado.
Dejo la
cámara y los instrumentos de trabajo en el recibidor, al cuidado del chico que
me ayuda a transportarlos, y paso con el hijo a la estancia del padre. El
afamado escritor reposa. Se diría, como se conjetura de todos los finados, que
duerme. El pelo revuelto sobre la oreja por haber estado tumbado de un costado.
La barba blanquecina. El pobrecito había penado una triste enfermedad durante
los últimos días. Le digo al señor Verne que no es menester cuando propone
enviar al ama de llaves por un peine. Contemplo sus dedos en las manos
entrelazadas sobre el pecho. Sosegado ante el tránsito. Sugiero que le alcen un
poco la cabeza con otra almohada debajo de la almohada. El encuadre, perfecto.
Voy a decirle que ni se mueva al padre, pero me retengo a tiempo y le pido al
hijo que no toque nada. Y salgo del cuarto a buscar mis bártulos con la
fotografía que quiero hacer ya hecha en el pensamiento sin siquiera haber
montado la cámara sobre el trípode.
No veo,
la verdad, una diferencia entre fotografiar personas en vida o ya idos. Quiero
decir, la diferencia está en la realidad, pero no en la imagen. Ocurre igual
que con los relojes. Puede que haya uno que no funciona hace años. El
fotógrafo obra con él el milagro de devolverle a la cronología. La hora que
señala ya no será la antigua en la que se detuvo o la presente siempre
inverosímil, sino la real de la escena captada. Lo mismo ocurre al contrario.
Aquel reloj que trabaja corrientemente, la estampa lo detiene para siempre.
Vida y muerte se confunden en la fotografía. Los vivos quedan atrapados en
idéntico hieratismo al de quien perece; los muertos permanecen iguales a sí
mismos en el papel mucho más allá de lo que el tiempo está dispuesto a
respetarlos.
Y en
cuanto extraigo la placa de la cámara ya huelo la pólvora de la fama
contagiándome y encendiendo mi nombre. Quién habrá captado este estremecedor
instante, se preguntará aquel que en el futuro admire las obras del genio. Los
dos, fiambre y fotógrafo, de la mano, eternos. Como manillas de un reloj
estropeado, pero siempre en hora.