Hace unas
semanas encontré en los Encantes un ejemplar con las cuatro obras firmadas en
solitario por Christopher Marlowe (1564-1593), un volumen publicado en 1952 por
la colección «El Mensaje», de José Janes Editor, con una traducción que me ha
parecido espléndida de Juan G. de Luaces. La edición exhala ese rigor,
conocimiento y elegancia con la que se trabajaba en los años cincuenta, un
modelo que la década siguiente dilapidaría en favor de la soberbia ignorante,
el oportunismo y los juegos de artificio, una dinámica devastadora que a la
posteridad no se le ha ocurrido otra cosa que mitificar. Hoy leo una de las piezas dramáticas, La trágica historia del doctor Fausto.
La
vida de Marlowe es harto extraña. Creo que uno no se acostumbra nunca a que haya
ocurrido tal como la cuentan. Según sus biógrafos oficiales, murió a los
veintinueve años en el barrio portuario de Deptford, cuya visita resultaba poco
recomendable, al parecer tras una pelea de taberna entre proxenetas. Marlowe
había estudiado en Cambridge con una beca del arzobispado, quizá con más
conflicto que gloria. Ya en Londres, frecuenta los ambientes intelectuales y de
teatro. Es una época de alteraciones y persecuciones religiosas, y Marlowe no
se ahorra enemigos en la aún frágil y sobreactuada Iglesia de Inglaterra. De
hecho, su muerte violenta se produjo al poco de que se dictara contra él orden
de encarcelamiento por ateo. Nada en su escasa vida revela un sentido coherente.
Estudios, viajes, relaciones, inquietudes. Solo las seis obras que escribió
entre 1587 y 1593, dos de ellas escritas en colaboración, le proporcionan
alguna consistencia.
La trágica historia del doctor Fausto
pudo
haberse representado hacia 1588, pero solo se publicó unos años más tarde, ya
con carácter póstumo. Es una obra en cinco actos, aunque solo cuente con
catorce escenas, es decir, no alcanza a la media las tres escenas por acto. Y
la mayor parte están yuxtapuesta unas con otra, sin ramificaciones
vertebradoras, como meros sketch. Con
tan simple ejecución no resulta raro que el traje estructural le cuelgue por
todas partes a la pieza, incapaz de articular la historia con la complejidad de
los cinco actos. Es una obra de aprendizaje. Su autor la debió de escribir con
veintitrés años. La inmadurez afecta, sin embargo, únicamente a los aspectos
técnicos. La escritura es brillante, la plasticidad dramática resulta atractiva,
pero lo más impactante de la lectura es, en contraste con la incapacidad para
crear con la historia un desarrollo argumental entrelazado, la madurez conceptual de la obra.
El
Fausto de Marlowe sigue los pasos de
la leyenda medieval en la cual un sabio doctor pide la mediación de Mefistóteles
para realizar un pacto con el diablo. Pero lo más sorprendente son las
aspiraciones del doctor Fausto a la hora de vender su alma. Básicamente son
tres, una vida de veinticinco años, el conocimiento de los secretos de las
estrellas celestes y viajes para conocer a los grandes personajes de la época.
No se deja engañar el joven dramaturgo por los ardides artificiosos de la
leyenda, los grandes placeres y la vía libre a la lujuria. Lo que Marlowe exige
para Fausto no es una vida superlativa, sino una simple existencia desligada
del antojo divino, causante de las muertes a edades tempranas, la ignorancia de
los secretos del mundo y la falta de conexión con los otros sabios. El programa de Fausto es el del materialismo
filosófico. Poseer un cuerpo y ser el dueño de sus designios. Ni siquiera la
edad pactada es hiperbólica; al contrario, veinticinco años, más los veintitrés
que había cumplido, trazan un marco de cuarenta y ocho años, un umbral de vida
coherente con las expectativas del siglo XVI. El pacto diabólico del Fausto de
Marlowe no plantea un ateísmo combatiente o antirreligioso, sino una idea del
ser humano tan sensata que se acerca mucho a las aspiraciones de cualquier
contemporáneo actual: cumplir un ciclo vital íntegro, un desarrollo profesional
completo y conocer otros paisajes donde descansar de los habituales. Un
programa de vida sensato y consistente, incluso algo conservador para ser
formulado por un joven radical como fue Marlowe. Sorprende esta capacidad para
conceptualizar las aspiraciones humanas con tanta lucidez, anticipación y
permanencia.
En La trágica historia del doctor Fausto
llaman la atención también ciertas características shakespearianas avant la lettre. Una vez esbozada la
esencia de la historia que va a contar en las tres primera escenas del primer
acto, dedica una cuarta a una discusión callejera entre dos personajes
secundarios, Wagner y el Payaso, donde Marlowe da rienda suelta al sibaritismo
lingüístico en materia de insultos y procacidades que tan genialmente caracterizan
las obras de su amigo y estricto coetáneo William Shakespeare (1564-1616),
quien, por cierto, a diferencia de Marlowe, esperó a dominar una madurez
técnica completa para dar a conocer sus obras —la genial Romeo y Julieta, donde los cinco actos dotan de una asombrosa complejidad
a una historia de enorme simplicidad, se estrenó dos años después de fallecido
el autor del Fausto—. Por curiosidad,
y para concluir, quisiera recordar que la última obra del enigmático
Shakespeare se escribió hacia 1612, varios años antes de la muerte de su autor
oficial; fecha en la que Marlowe hubiera cumplido los cuarenta y ocho años,
exactamente los mismos que Fausto, si se le atribuye la edad de su autor, le
había pedido vivir a Mefistóteles.