La puerta
continúa abierta en un extremo del atrio acristalado que se mantiene impecable,
ni siquiera veo un vidrio astillado por un golpe. En el interior, los estantes
de lo que fue una tienda de complementos están vacíos, pero donde aún permanece
algún objeto, guarda el equilibrio de lo que está ahí para mostrarse. No hay
ningún destrozo a la vista. Hace una década que el dueño salió una mañana de
domingo en ropa deportiva y no regresó a mediodía, ni por la tarde, ni al día
siguiente. Solo semanas después, alguien que necesitaba una pajarita para la
boda de su hija se acercó al comercio, empujó la puerta y esta cedió gratamente.
Encontró la que le gustaba en un extremo del cajón de las corbatas y dejo un
billete pequeño en su lugar. No era el precio que indicaba la etiqueta,
aprovechó el autoservicio para ofrecerse a sí mismo un generoso descuento.
En la trastienda, donde había vivido el
dueño desde que llegó a la isla, todo continuaba igual que el día en el que
desapareció. La cama sin hacer, el pijama sobre una silla, la cafetera en la
mesa y la taza con un culo de café en el fondo. Una capa de polvo recubre la
escena con la precisión del filtro que aplica el fotógrafo nostálgico a sus
imágenes.
Las personas de la población siguieron
entrando de vez en cuando. Es cierto que al principio dejaban unas monedas en
el lugar ocupado por el objeto que elegían, pero el dinero se evaporaba demasiado
rápido y pronto dejó de ser costumbre. Quien entraba, seleccionaba alguna
prenda o pieza, y salía por la puerta satisfecho. Nadie se preguntaba por el
dueño, ni por su ausencia, ni por la situación de puertas abiertas. Tampoco nadie
abusaba. Una década después, aún quedan restos en estantes y cajones. Los
espejos están en su lugar, la caja registradora permanece cerrada y sobre el
sillón descansa el tiempo transcurrido en forma de polvo.
Me explicas que encontraste la Leika M3
encima de una mesa donde por la noche completaba el libro de cuentas y la
tomaste prestada. Con ella has captado durante estos diez años los rincones de
la isla, en verano, cuando es posible recorrer sus caminos, y los del poblado
cubierto de nieve, en invierno. Son las fotografías que disparaba el dueño de
la tienda los domingos, aquellos en los que había regresado de su paseo por los
acantilados. Pero consideras que ya no le queda al objetivo nada por encarar
aquí. Por eso me la regalas. En su nombre. Para que continúe, lejos de esta
latitud septentrional, enriqueciendo la colección de quien fuera su dueño.
Porque las imágenes no pertenecen a quien las encuadra y dispara, sino al
tiempo, el que siempre se está ausentando.
[Cuaderno de ficciones, página 1]