A los profesores de antes les
encantaba mandar deberes. El peor era, sin duda, aprenderse las conjugaciones.
Qué pesadilla. Nada tan aburrido como memorizar el pretérito imperfecto —pero si es imperfecto, por qué narices hay
que estudiar cosas defectuosas—, el pretérito
pluscuamperfecto —menuda arrogancia la de quien dice de sí que es más que
lo máximo—, el condicional —como el
preso que sale de la cárcel, qué modelo para adolescentes—, el imperativo —para qué aprender unos modos
tan antidemocráticos—. Engrudo insoportable hasta que un día quedamos después
de clase para estudiar juntos los verbos y descubrimos el verbo «amar»: amo-amas-amamos. Las formas entraban
solas en la memoria (alguna también en los labios). Y nos pusieron, a los dos,
un Sobresaliente.
[Libro V, Epigrama IX]