26 de enero, miércoles. Cursillo instantáneo de filosofía

Veo la película «The photograph» (que en castellano han traducido con el desafortunado lema de «Retrato de un amor»), estrenada en 2020 por Stella Meghie, que la escribe y la dirige. El romance entre Mae Morton, la hija compungida de una gran fotógrafa recientemente fallecida y un periodista, Michael Block, que estudia la obra de la madre, deja un par de diálogos que le hubieran servido al añorado Clément Rosset (1939-2018) para ilustrar alguno de sus libros. En su honor las transcribo aquí:

 I

MAE MORTON

Ser una amargada insensible es cómodo, pero… él me gusta, y a lo mejor no soy quien yo creía, quizá con él sea distinto.

 AMIGA

¿Eliges ser otra persona?

 MAE MORTON

No lo sé, solo elijo estar con él.

  

II

MICHAEL BLOCK

¿Por qué no eres tú misma?

 MAE MORTON

No sé quién es esa. Tal vez solo sea una colección de vestidos.

 MICHAEL BLOCK

No, creo que no.

 MAE MORTON

¿No crees que depende de con quién estemos en cada momento?

 MICHAEL BLOCK

Creo que es importante que prestemos atención a quien nos rodea.

 *** 

Y concluyo con una cita de Rosset que parece escrita como explicación a los diálogos: «la sensación de ser amado (por aquella o aquel a quien amamos) trae consigo automáticamente la impresión de ser a secas, de verse de pronto dotado de una identidad personal (aquella misma, precisamente, cuya existencia revela, o parece revelar, el amor que se nos da). Parodiando a Descartes...: Soy amado, luego existo». Clément Rosset, Lejos de mí, 2017 (pág. 53).

 

21 de enero, viernes. Noctámbulos interiores

Me despierto con la sensación de haber tenido una noche de sueños ajetreados. No recuerdo ninguno. O quizá solo una sombra. Diría que, una vez más, transcurren dentro de una aula. Me doy cuenta ahora, casi dos años después de haberlo abandonado, de lo mucho que me gustaba mi trabajo de profesor y de cuánto lo añoro. Es curioso, descubro lo que no vi en tantos días de cinco horas seguidas de clase. Creo que el subconsciente, que duerme durante el día para poder corretear despierto por las noches, no ha sabido nunca lo que es trabajar: cumplir un horario, apechugar con las condiciones del clima —frío, calor, humedad—, con las circunstancias cambiantes de los adolescentes y jóvenes ahí sentados, qué sé yo, tantos aspectos agotadores que mientras se producían el fabricante de sueños roncaba, como un principito en su reino de tules y terciopelos. Y ahora es él, el de las manos impolutas, quien reivindica dentro de mí el trabajo que nunca desempeñó. 

[Libro V, Epigrama III]

16 de enero, domingo. Plaza Lesseps

La que le dedica la ciudad al cónsul francés Ferdinand de Lesseps, que vivió en esta zona entre 1842 y 1848, es un magnífico ejemplo de plaza imposible, aunque también podría denominare Frankenstein. Un lugar que nunca se ha encontrado a sí mismo. Frontera entre los grandes barrios del norte —San Gervasio, Gracia, Coll del Portell—, es sobre todo el inicio y el final de grandes avenidas, así como el incómodo cauce para un empeño esperpéntico: una autopista urbana. Ha sufrido continuas transformaciones para adecuarse al pensamiento urbanístico de cada momento: una gran obra en 1950 para expandirse como enclave urbano donde no existía ese espacio, otra en 1965 para escenificar el dominio absoluto del tránsito rodado por todas partes, de nuevo en 1970 para albergar una vía rápida en sus entrañas, que en 2003 necesitó ampliar el túnel y su subterfugio, el espacio público, y por último, en 2010, para devolvérsela (en teoría) a los viandantes. En el poema «Le Cygne» Charles Baudelaire había sentenciado la desaparición del viejo París con un paréntesis entre dos versos —«(la forme d'une ville / Change plus vite, hélas! Que le coeur d'un mortel)»— que se puede aplicar perfectamente aquí: la forma de una plaza cambia más rápido, ay, que el corazón de sus cronistas. No he tenido en mi vida ideas tan diversas de la vida como las que ha manifestado cada una de las formas de la plaza Lesseps.

         A diferencia de otras plazas remodeladas en el siglo XXI, no guardo ningún recuerdo especial de los trazados antiguos. Desde muy pronto la plaza se dividió en dos partes y siempre resultó ingrata para los peatones. En eso se puede decir que fue intensamente barcelonesa, ciudad que concebía sus plazas solo desde el punto de vista del volante de un turismo. Aún la forma actual, cuyas obras concluyeron en 2013, sigue siendo un galimatías para cualquier transeúnte, que ha de atravesar no menos de tres semáforos si quiere ir del costado mar al costado montaña, y otros tres si sigue por este recorrido, a su vez babor, o estribor, de una gran barcaza simbólica. La ampliación del túnel ha dejado a ambos extremos sendas elevaciones acabadas en punta a modo de proa y popa, sin que se sepa cuál es una y cuál otra. Lo que no es baladí, porque desde ningún lugar de la plaza se consiguen percibir las dimensiones de una manera clara. Un barco simbólico, pero varado. Con ser estos extremos un espacio singular, un entablado vacío en cuesta, ideal para concentraciones amistosas, rara vez nadie los pisa. El lado sur se ha proyectado como un parque urbano, pero uno se siente incómodo: hay diversos caminos que van al mismo sitio y uno no sabe por cuál seguir, los árboles son demasiado bajos y los espacios que crean resultan mezquinos. El lado norte es un pequeño desierto de hormigón con un cubo gigante como gran emblema aún no he averiguado de qué.

         El edificio que se construyó para dar sentido ciudadano a la plaza Frankenstein fue la biblioteca Joan Fuster, inaugurada en 2005. Es una instalación dinámica: tiene una pequeña sala de exposiciones, un pequeño auditórium, algunas salas de lectura pequeñas en sus grandes dimensiones de hangar. Aunque reconozco que dentro me siento a gusto. Para mi memoria personal, sin embargo, el edificio emblemático de la plaza está enfrente. La Escuela Rius i Taulet. La Ley General de Educación de 1970 fue pisándome los talones a lo largo de mi vida de estudiante, pero antes de que se promulgara, posiblemente aquel mismo año, aún me tocó padecer las célebres reválidas de la ley anterior. Los estudios se cursaban en el colegio, pero se examinaban en la institución. Y me veo a mí mismo en los inmensos corredores, techos altos, paredes desconchadas y sucias, con un estuche en la mano, asustado por la enorme inseguridad que produce el ser consciente de que uno no sabe nada. Aunque, sorprendentemente, saqué buenas notas. Tal vez por eso recuerde el viejo caserón de la escuela, hoy reformado con decoración de pastelería, con cariño. 

10 de enero, lunes. Día de recogida

Una actividad que hace mucho que no hago, pero que repito cada año por estas fechas, aunque solo sea en el pensamiento, es la de envolver en papel blanco las figuritas y adornos del belén navideño. Las coloco con cuidado en una caja de zapatos y elijo el rincón más alto del armario para guardarlas, que es donde ahora están a perpetuidad. Para el próximo año. Es un trajín que no está relacionado, aunque pueda parecerlo, con el paso del tiempo, y por eso me gusta reproducirlo, aunque ya no lo tenga que hacer. Lo que evoca es el tiempo cíclico, el de la naturaleza. La rosa que se marchita, la rosa que renace. No hay tantas cosas que se repitan tan exactamente año a año, tan ajenas a la temporalidad, como los preparativos de la Navidad. Nunca se envejece al practicarlos, al contrario, la edad es un dato inofensivo mientras se desenvuelven y, un mes más tarde, hoy, se guardan los recuerdos navideños.

[Libro V, Epigrama II]

3 de enero, lunes. Evocación de los juguetes

Las ilusiones son peligrosas. Si se resuelven en el presente, pase. Se convierten en alegrías. Menos perjudiciales mientras sean difusas, genéricas, y actúen como un impulso. Las ilusiones demasiado concretas y de largo alcance sustituyen a las pequeñas satisfacciones de la vida cotidiana y conducen a la frustración. Eso lo aprendí cuando tenía diez años. Quería un muñeco articulado de buzo Madelman. Como para Reyes había pedido regalos en años anteriores que no habían llegado, y realmente quería mi buzo, emprendí una auténtica campaña publicitaria de mi deseo en el trato con familiares, conocidos, vecinos. Una campaña insistente que consiguió, el Día de Reyes, que recibiera no el buzo que esperaba, sino tres buzos idénticos. Tres regalos que podrían haber sido diferentes se convirtieron en un único regalo redundante. Podría haberme divertido contar con un equipo de buzos, pero lo cierto es que la abundancia se convirtió en el primer desengaño. Nada que ver con la sensación de insatisfacción pasajera sufrida al no recibir lo esperado. A partir de aquel momento creo que decidí abandonar las apetencias en manos del destino y no he vuelto a tener una ilusión concreta por nada. A veces, cuando era adolescente, me entregaban un sobre con dinerito para que cumpliera un deseo. No me compraba regalos, iba gastando las monedas en revistas, cuadernos, cosas  cotidianas.  ¿Cómo se juega con tres juguetes iguales? En esta pregunta me quedé estancado. Hasta ahora.

[Libro V, Epigrama I]