La que le
dedica la ciudad al cónsul francés Ferdinand de Lesseps, que vivió en esta zona
entre 1842 y 1848, es un magnífico ejemplo de plaza imposible, aunque también podría
denominare Frankenstein. Un lugar que
nunca se ha encontrado a sí mismo. Frontera entre los grandes barrios del norte
—San Gervasio, Gracia, Coll del Portell—, es sobre todo el inicio y el final de
grandes avenidas, así como el incómodo cauce para un empeño esperpéntico: una
autopista urbana. Ha sufrido continuas transformaciones para
adecuarse al pensamiento urbanístico de cada momento: una gran obra en 1950
para expandirse como enclave urbano donde no existía ese espacio, otra en
1965 para escenificar el dominio absoluto del tránsito rodado por todas partes,
de nuevo en 1970 para albergar una vía rápida en sus entrañas, que en 2003 necesitó ampliar el túnel y su subterfugio, el espacio público, y por último, en
2010, para devolvérsela (en teoría) a los viandantes. En el poema «Le Cygne»
Charles Baudelaire había sentenciado la desaparición del viejo París con un paréntesis
entre dos versos —«(la forme d'une ville
/ Change plus vite, hélas! Que le coeur d'un mortel)»— que se puede aplicar
perfectamente aquí: la forma de una plaza cambia más rápido, ay, que el corazón
de sus cronistas. No he tenido en mi vida ideas tan diversas de la vida como
las que ha manifestado cada una de las formas de la plaza Lesseps.
A diferencia de otras plazas
remodeladas en el siglo XXI, no guardo ningún recuerdo especial de los trazados
antiguos. Desde muy pronto la plaza se dividió en dos partes y siempre resultó ingrata
para los peatones. En eso se puede decir que fue intensamente barcelonesa,
ciudad que concebía sus plazas solo desde el punto de vista del volante de un
turismo. Aún la forma actual, cuyas obras concluyeron en 2013, sigue siendo un
galimatías para cualquier transeúnte, que ha de atravesar no menos de tres
semáforos si quiere ir del costado mar al costado montaña, y otros tres si
sigue por este recorrido, a su vez babor, o estribor, de una gran barcaza
simbólica. La ampliación del túnel ha dejado a ambos extremos sendas
elevaciones acabadas en punta a modo de proa y popa, sin que se sepa cuál es
una y cuál otra. Lo que no es baladí, porque desde ningún lugar de la plaza se
consiguen percibir las dimensiones de una manera clara. Un barco simbólico, pero
varado. Con ser estos extremos un espacio singular, un entablado vacío en
cuesta, ideal para concentraciones amistosas, rara vez nadie los pisa. El lado
sur se ha proyectado como un parque urbano, pero uno se siente incómodo: hay
diversos caminos que van al mismo sitio y uno no sabe por cuál seguir, los
árboles son demasiado bajos y los espacios que crean resultan mezquinos. El
lado norte es un pequeño desierto de hormigón con un cubo gigante como gran
emblema aún no he averiguado de qué.
El edificio que se construyó para dar
sentido ciudadano a la plaza Frankenstein fue la biblioteca Joan Fuster,
inaugurada en 2005. Es una instalación dinámica: tiene una pequeña sala de
exposiciones, un pequeño auditórium, algunas salas de lectura pequeñas en sus
grandes dimensiones de hangar. Aunque reconozco que dentro me siento a gusto.
Para mi memoria personal, sin embargo, el edificio emblemático de la plaza está
enfrente. La Escuela Rius i Taulet. La Ley General de Educación de 1970 fue
pisándome los talones a lo largo de mi vida de estudiante, pero antes de que se
promulgara, posiblemente aquel mismo año, aún me tocó padecer las célebres
reválidas de la ley anterior. Los estudios se cursaban en el colegio, pero se
examinaban en la institución. Y me veo a mí mismo en los inmensos corredores,
techos altos, paredes desconchadas y sucias, con un estuche en la mano,
asustado por la enorme inseguridad que produce el ser consciente de que uno no
sabe nada. Aunque, sorprendentemente, saqué buenas notas. Tal vez por eso
recuerde el viejo caserón de la escuela, hoy reformado con decoración de
pastelería, con cariño.