Es una
plaza antigua, en la que los encantos que pudo haber tenido en otra época se
han convertido en mera retórica, como las rimas de un soneto decimonónico. Su
origen se remonta a una disfunción urbanista al casar el plano racionalista de
Cerdà con el trazado oblicuo de la avenida que se originó tras derribar la
antigua muralla. Rectas y diagonal siempre producen incómodos triángulos. Este
se resolvió plantando algunos árboles y denominándolo plaza, pues en la época
el terreno debió de parecer insuficiente para un edificio. Que se dedicara a Francisco
de Goya está entre lo previsto, aunque enseguida se percibe que también es una
atribución fútil, porque en el centro hay un grupo escultórico dedicado a otro
nombre, Francesc Layret, víctima de las luchas fratricidas entre sindicalistas
y patronos en las violentas décadas barcelonesas de iniciales del siglo XX. El
monumento, obra de escultor Frederic Marès e inaugurado en 1936, estuvo ausente
de su plaza, retirado en un almacén, entre el 39 y el 77. Aunque su propósito
de memoria continúa siendo loable, su lectura actual ha quedado obsoleta: una
mujer de bronce con el torso desnudo y antorcha en alto como símbolo de la
República y tres figuras de piedra que representan los trabajos del campo, de
la ciudad —dos varones— y del cuidado de los débiles —una mujer—. No solo la
alegoría misma ha quedado trasnochada como modo de significar, sino que también
el reparto de los papeles entre hombre y mujeres parece superado.
Insisto en lo de que parece, porque la última vez que pasé por
el lateral de la plaza que coincide con la acera de la Ronda, camino del
mercado de libros viejos de San Antonio, un domingo temprano, había en la plaza
algunas mujeres dispersas y un varón vestido con ropa militar de camuflaje y
mirada levemente desencajada por algún alcohol que iba de una a otra haciendo
una pregunta rápida de la que obtenía una respuesta también rápida que le hacía
cabecear. ¿Se había quedado sin dinero, pero no sin deseo? No pude ni siquiera
intuir la naturaleza exacta de esta situación, pero me pareció tan pasada de
moda como el lugar. Las prostitutas que rondan por la plaza suelen vestir
faldas por debajo de la rodilla, cabello de peluquería, el abrigo lo llevan
abrochado hasta arriba y un pañuelo con brillos de nylon protege su cuello.
Nunca van pintadas, o solo con gran discreción, muchas usan gafas y, en
general, parecen ofrecerse a un apetito más familiar que carnal. Como si los
varones solitarios no quisieran lanzar una cana al aire, sino cumplir con un
deber conyugal. En otra época el Ayuntamiento se esforzó por retirar de esta
plaza una prostitución bastante más agresiva, pero la candidez de la actual se
ha ganado la tolerancia. De ahí que, a veces, al caminar distraído a alguno le
ocurra lo leído en un cuarteto en arte mayor castellano romanceado de Federico
Abad: «Vivo de ilusiones, no tengo remedio. / Cruzando la plaza lo escucho y
me digo / que eso es imposible, pero sin embargo / alguien me ha llamado: no es
un espejismo».
Propio de las plazas es también su fuente. En la de Goya vale la pena agacharse a beber por alguno de sus cuatro caños, debajo de la broncínea instantánea de dos querubines revoltosos jugando encima de una tortuga. La imagen reproduce una mitología caduca, en efecto, pero la tortuga en sí misma, obra del escultor de fuentes Eduard Alentorn, resulta el único atractivo no anacrónico de la plaza. Y, paradójicamente, se mantiene cada vez más actual: es el lugar donde los niños del barrio tienen la oportunidad de aprender algo de ciencias naturales. Para mí la plaza guarda un recuerdo que también se actualiza cada vez que paso por delante. Un mediodía, no recuerdo bien con qué propósito, habíamos quedado unos compañeros de facultad con el poeta Jaime Gil de Biedma a la salida de su oficina, y deambulando por las calles del Raval desembocamos en la plaza Goya, entramos a la hora del vermut en un bar que milagrosamente aún existe, La Principal, y en su barra estuvimos charlando un buen rato con una cerveza en la mano. Sería hacia 1982, yo era muy joven entonces y obviamente aún desconocía que Gil de Biedma, aquel día, era también más joven de lo que ahora soy yo al recordarlo, pero con la misma edad, por cierto, que tuvo él al fallecer.