Durante un tiempo he dudado no solo si merecía
la pena dedicarle tres párrafos a este lugar, sino si podía ser considerado en verdad
una plaza. Lo cierto es que sus características están ahí: una planta
rectangular, amplia y despejada, una hermosísima estatua de desnudo femenino en
una esquina, cuatro arbolillos y sus sombras bailando por el suelo si hay brisa,
una visión privilegiada de la muralla romana y un nombre —ilustre— de plaza. No
hay bancos, pero la gente se sienta en los plintos que sujetan las columnas de
la verja que impide el acceso al espacio. Y es verdad, un animal enjaulado
sigue siendo el mismo animal que en libertad. O de una persona encarcelada, no
se duda que sea persona. Así no me queda más remedio que afirmar que esta plaza
es una plaza, aunque ahora recelo si he de considerar enjaulada o encarcelada
su condición. El nombre que ostenta, Frederic Marès (1893-1991), escultor,
coleccionista y benefactor de la ciudad, la merece, aunque este rincón
barcelonés, no exento de belleza, antes parece un formalismo. Un merecía una plaza y ahí la tiene. Exquisita
e intangible, un escaparate de plaza. Quizá Marès hubiera preferido otra con
vecinos que recibieran las facturas y comunicaciones del banco con su nombre en
la dirección.
Las
columnas de la valla que impide el paso a este lugar privilegiado, clavadas a
los podios que los transeúntes usan como bancos, sustentan también una gran
pérgola metálica que preserva del acoso del sol al vacío encerrado. Tiene
también una sobrevenida función estética sobre la calle que transcurre en
paralelo. Por las mañanas, cuando el sol bate la pérgola, la luz se entretiene
en convertir cuanto exista o transite por delante en una suerte de crucigrama. Traza
sobre las fachadas, el pavimento, las tiendas o las personas, con pulso firme,
una cuadrícula gigante que encasilla la visión, igual que el colegial practica dibuja
con una pauta por debajo que se transparenta. En este pupitre la luz se transforma
en un aprendiz.
La
calle desde la que se admira la plaza se denomina «de la Paja». El sentido
figurado del término hace furor en la adolescencia y, en especial, en un
adolescente perpetuo, el cantante Javier Gurruchaga, asiduo de la calle, de su
nombre pronunciado con una inflexión perversa y de la librería de libros viejos
de Ángel Batlle que hay enfrente de la plaza. Si Valle Inclán hubiera vivido en
Barcelona, inspirado en este comercio bibliófilo hubiera escrito tal cual
escribió la escena del librero Zaratustra en Luces de bohemia: «Rimeros de libros hacen escombro y cubren las paredes.
Empapelan los cuatro vidrios de una puerta cuatro cromos espeluznantes de un
novelón por entregas. En la cueva hacen tertulia el gato, el loro, el can y el
librero». Solo hubiera añadido a la frase del coloquio «y los hermanos». Aunque
entrara muchas tardes para perderlas en el escrutinio de sus paredes, no estuvo
nunca entre mis librerías favoritas, pero el otro día pasé por la calle de la
Paja y vi el local vacío y estuve a punto de llorar.