Plaza
secreta, solitaria. Se llega caminando por el centro de la calzada, dado lo
diminuto de las aceras. Solo de vez en cuando suena un motor o se refleja
delante un foco luminoso y eso indica que se acerca un coche y hay que apartarse
para dejarlo pasar. No se cruza uno con nadie por las calles. Barrio de casas
de dos plantas, unifamiliares, con espacio bien cuidado alrededor. Una mujer recoge
limones con una vara con gancho. Estilos arquitectónicos raros, es decir, casas
sin estilo, pero con reformas más caras que la construcción. En algún solar han
aprovechado todo el terreno para elevar un edifico de cuatro plantas que afea. No
parece que se esté en Barcelona, sino que ya se ha llegado al pequeño pueblo de
valle en zona montañosa donde se quiere pasar el fin de semana.
La
de Olèrdola es una plaza perfectamente redonda, sin constituirse en rotonda. Parece
un precedente. Se entra por una única calle y se sale por otra. La circularidad
no sirve para nada, es meramente escénica. Las casas acompañan el trazado
alrededor de la plaza con aparcamientos privados, uno al costado de otro: una
forma de excluir vehículos estacionados. No conocía la plaza ni nadie me había
hablado de ella, pero he tenido la impresión de que, enterada de mi afición a
escribirles crónicas a sus semejantes, me esperaba. Y así, un fin de tarde, en
un paseo extraviado por los laberintos de Vallcarca, sin ningún propósito, descubro
con las últimas luces del día su bosque encantado en miniatura.
Ocupa un espacio amplio, unos cuarenta
metros de diámetro. Alrededor, cuento en el catastro, once propiedades
individuales. La mayoría con paredes de ladrillo visto, lo que le da un aire de
ensoñación medieval. En las aceras, una cenefa de plátanos urbanos. En el
centro, un jardín boscoso: tres grandes pinos de nostalgia mediterránea, un
ciruelo expandido de filiación oriental y alrededor varios olmos adolescentes
de troncos aún juguetones. Por el terreno una pequeña pradera y en un extremo, la
explosión verde jugoso de un cañaveral. Rodeo el bosquecillo impregnado por su soledad
y mis pasos crepusculares caminan por las sílabas de un soneto de Octavio Paz, cuyo
segundo cuarteto rememoro: «Se yerguen más los fresnos, más despiertos, / y
anochecen la plaza silenciosa, / tan a ciegas palpada y tan esposa / como
herida de bordes siempre abiertos». No otra cosa significa el bosque recluido
dentro de la plaza: la fiel herida que supura en la mirada de quienes recorren la
epidermis gris de la ciudad.