Una noticia, esparcida a bombo y
platillo por la prensa, sobre la acusación de «abuso de poder» de un grupo de
alumnos de teatro a uno de sus profesores ha coincidido con la visión de una
película reciente, «La profesora de piano» (2019) del director alemán Jan Ole
Gerster. Y ambos hechos entreverados, dan qué pensar.
El
cine ha consolidado la imagen convencional del profesor déspota, con frecuencia
altivo, egocéntrico y cruel. De hecho, ni siquiera importa la carrera por
presentar un personaje cada vez más despiadado, que es el único rasgo donde una
cinta puede lucir originalidad. Las películas de danza, por ejemplo, no se
entienden sin esta figura desalmada. Frente a ella, también las cintas compiten
por dibujar un discípulo lo más desamparado posible (lo más cuculi). La película que tal vez sea el
canto del cisne de este mito moderno es «Una razón brillante» (Le brio, 2017), del francés Yvan Attal.
No pueden hallarse en polos más opuestos de las sociedades del presente el
displicente y racista profesor Mazard y su alumna emigrante Neïla Salah. Su
final, sin embargo, confirma la expectativa común: a pesar de ser antagónicos
en todo, ambos comparten, sin saberlo, un valor superior: el aprendizaje, que
es el triunfador absoluto en este combate desigual —en el que, por cierto, el
profesor soberbio siempre tiene las de perder ante la ineptitud, que puede ser
enorme, pero mayor es su juventud—.
Es
más fácil comentar películas que noticias de prensa huidizas. En este caso, lo
único que resulta interesante subrayar es que la acusación de «abuso de poder»
se produzca ahora. Generaciones de
alumnos de teatro, de danza, o de cualquier ámbito, han padecido un profesorado
insufrible al que jamás acusarían de «abuso», porque (creo) la mayoría les
agradece en el alma —como Neïla Salah al final de su película— el suplicio cuya
superación les ha ayudado a brillar en sus estudios. Pero algo ha cambiado en
el relato del aprendizaje. Los alumnos se rebelan contra el profesor difícil y
a las exigencias de profesoras y profesores de piano se les atribuye ahora no
solo el fracaso de un discípulo, sino la perpetuación del fracaso como germen
en la enseñanza de la música. Si a esta coincidencia se suma la campaña
promovida por diversos frentes institucionales para Cambiar el bachillerato y adecuarlo a la época (lo que, según tengo entendido, no significa hacerlo más competente), en seguida se comprenderá que
algo sí ha empezado a desmoronarse.
Que
cambien los principios míticos de la enseñanza es una consecuencia obvia, pues
la práctica de la obtención del conocimiento ha cambiado ya, en poco tiempo, de
la noche al día. De igual manera que los mitos del trabajo alienado («Tiempos
modernos», 1936) han pasado a las vitrinas de los museos desde la implantación
de los robots en las cadenas de montaje, el mito del profesor arrogante (pero
también el del profesor entregado y hasta del simpático) ha quedado solo como
un mero estorbo frente al aprendizaje en el autoservicio de la tecnología. O
peor, como el mayor impedimento para que cualquiera alcance el éxito personal (cuyo precio, por cierto, ha caído en picado al ser desplazada la
excelencia por el efectismo). Antes niñas y niños querían ser de mayores
maestros, ahora prefieren ser influencers.