Frente
al colegio de mi infancia se abría una plaza, pero yo iba a clase y regresaba a
casa de la mano de mi madre por una calle paralela, Maestro Falla, y se podría
decir que ni me había enterado de su existencia. Hasta 1972. Aquel año mi
familia se trasladó a un edificio que había enfrente, un piso más alto y
grande, pero una calle por encima, Santa Amèlia. La mudanza trajo un nuevo
itinerario y otras circunstancias. Ya me permitían ir solo por la calle y la
ruta escolar pasaba ahora por la plaza Artós. Entre el tramo de acera y el
descuidado jardín empezó mi adolescencia. Su templo pronto se alzó en los
billares, un local diáfano con puerta acristalada y paredes sucias. Las mesas
de billar estaban al fondo, era el reino de los adultos, pero en la entrada
acampábamos los jovencitos, cara a la pared frente a las máquinas de millón o
cabizbajos, en medio, en los futbolines. Un colegio donde estudiar la vida al
otro lado del colegio.
Una tarde, en la puerta de los
billares, mis compañeros discutían de política. Hablaban de izquierda, de
derecha. No entendía nada, y aquel día, en lugar de callarme, lo pregunté. Quien
dirigía la conversación, un tal Calopa, detuvo su discurso, esbozó una sonrisa
de condescendencia y vi que le encantaba explicármelo: «A ver cómo te lo digo
para que lo entiendas, los de derechas son los que están a favor del gobierno,
y los de izquierdas, en contra». Esa fue la primera lección de ciencia política
que recibí, y no resultó en vano, pues a partir de entonces empecé a discernir situaciones
que antes ni veía. Aún faltaban unos cursos para que la historia saltara de los
manuales a las calles. Siempre me ha hecho gracia que mi formación política
naciera en el aula de la plaza Artós, conocida más por acontecimientos públicos
recientes que por el atractivo urbanístico. Que, por cierto, es nulo, tanto
antes como ahora.
No fue lo único que descubrí desvirtuado
en la plaza Artós. Otra tarde me llamó la atención que tres viejos en un banco
despertaran tanta atención a un corro de colegiales sentados a su alrededor en
el suelo de arena. Me acerqué y acomodé en aquella platea improvisada. Pronto
supe el asunto de la conferencia. Por primera vez oí pronunciada la palabra
«putas». Con ella los viejos se habían referido, de manera igualmente
didáctica, a dos hermanas que vivían en el entresuelo del bloque que hacía
esquina, sobre la frutería. La una muy alta, la otra a su lado parecía muy baja,
ambas delgadas y con una melena morena, lisa, que les cubría la espalda por
completo. Uno de los eruditos ancianos señaló la ventana. De hecho, alguna vez
las había visto ahí asomadas sin darle al hecho ninguna importancia. Pero
aquella palabra transformó la realidad. Me resulta imposible precisar qué
significado le daba entonces al término. Años de racionalidad han borrado el
sentido que tuvo la revelación. Desde aquel día, al pasar por delante no podía
evitar una mirada obsesiva hacia la ventana del entresuelo, y cuando las veía
por la plaza, disimulaba para quedarme emboscado contemplándolas. Fue como una
epifanía. Creo que las hermanas de la larga melena no despertaron en mí ningún
deseo sexual, algo entonces demasiado difuso. Como el colegial que lee a
escondidas las novelas pornográficas de Georges Bataille, solo aprendía a
enamorarme.