Hay algo que resulta más agotador que las tareas cotidianas: la incertidumbre. La certeza es la energía exigida por la época contemporánea para subsistir. Una especie de descrédito de la soberanía del futuro. Se cultiva la agenda con más ahínco que cualquier otra tarea. Los responsables políticos y sociales incluso tienen un funcionario que la controla. Las discusiones de agenda son más arduas que las de presupuestos. Una actividad solo empieza con la organización de un calendario; luego, un horario. El programa no debe dejar ningún espacio vacío. El futuro es, en nuestro tiempo, una cuadrícula en la que todas las celdas están llenas.
Las personas se han acostumbrado a pensar el futuro como una especie más ordenada de pasado. No sería raro, tampoco, que la desazón profunda de la época arraigara en este hábito: cualquier tiempo que llegue, salvo la desgracia, ya ha sido vivido previamente. El presente es la mera repetición de lo pensado para el presente.
Cuando, por la razón que sea, la incertidumbre se instala, lo que parece haber desaparecido es el curso de la vida. La sensación de que el cauce se ha secado. Una especie de enfermedad de Alzheimer proyectiva. Como si no fuera concebible un futuro fuera del calendario. Lo que regresa con la incertidumbre es aquello que con más empeño se pretende borrar: lo esencialmente incierto. Aunque debería ser esta pretensión lo que despertara más inquietud.