Antes de entrar en la sala de Foto Colectania no conocía a Daido Moriyama (1938). La historia de la fotografía es laberíntica y pocas cosas hay con tanto aliciente como perderse en sus corredores, por donde nunca transitan multitudes ni turistas. Unos cartelitos junto a las fotos de Moriyama recogen algunas de sus ideas sobre la fotografía, otras las expresa en el vídeo que se muestra. Sorprende oír a un fotógrafo decir que las fotos copian la realidad, no son arte, sino un sistema de copia útil para la percepción (otra de los asuntos que se dan por hechos, el que las personas perciben el mundo). Que disfruta viendo sus fotos en las camisetas que lucen los jóvenes. Que le encanta descubrir el misterio que se aloja en la cotidianidad. Según el canon fotográfico, sus piezas están llenas de errores. Imágenes desenfocadas, encuadres extraños, luz insuficiente. Es un fotógrafo callejero en el sentido literal de la palabra. Sale de casa con la cámara, en su ciudad o en cualquier ciudad, y toma fotografías de lo que ve. Mira y dispara. No importa lo que sea, ni las condiciones en las que esté. Solo hace fotos. No desarrolla temas, ni fragua series, ni busca su estilo. Y ante todo, no es un cronista, no narra ni cuenta nada. Su exposición se titula Un diario y eso es exactamente lo que pretende, escribir un dietario poético a través de las imágenes. Su empeño en la intrascendencia del acto de disparar la cámara, frente a la sublimación artística al uso, estremece. Igual que la obsesión por vincular la fotografía a la vida cotidiana, en las ideas y las acciones, pero sobre todo en las fotos, un tratado sin final sobre la profunda ironía que encierra cualquier lugar y cualquier momento que una mirada sea capaz de captar. También resultan sorprendentes los libros de artista donde publica su singular escritura diarística. Sobre sus primeras fotos cuenta que no formaban ninguna serie, ni crónica, pero que le gustó reunirlas en un libro. Y el gesto de sus manos compone un libro invisible que emociona hojear. Se había formado en diseño gráfico y eso le ayudó a que aquel primer libro resultara el adecuado. Y creo que las múltiples ediciones de sus libros de fotografía muestran el mismo gusto admirable. Nada más entrar en la sala me siento ya un discípulo dispuesto a aprender la lección más difícil de la fotografía: saber mirar la vida cotidiana y descubrir lo insólito y lo significativo en aquello que de tan visto ni se mira al pasar. Moriyama, mi maestro en la fotografía de proximidad.
25, jueves. Junio. Práctica del Epigrama 08
Al tiempo que recojo platos y cacharros de la cocina, escucho por la radio, en un programa de variedades, una entrevista al escultor Jaume Plensa (1955). Hablan de cine. Una figura con relieve cultural elige sus diez mejores películas, los locutores las comentan y el reportaje acaba con una pequeña entrevista. La que escucho. En ella cuenta Plensa que ahora prefiere ver cine en el salón de su casa, en soledad y silencio y añade algunas obviedades más, y enfatiza a continuación cómo le gusta ver películas en los aviones. Explica que las pantallas pequeñas exigen un esfuerzo para seguir la trama y resultan una experiencia especial, llena de encanto. El cine se ve ya en cualquier sitio, incluso en la pantalla del móvil, pero esta penalidad de lo contemporáneo, ¿admite alguna trascendencia? Lo dudo, aunque de repente, agradezco haber escuchado por casualidad esta conversación, que me ha proporcionado una clave en la interpretación artística. Las esculturas de Plensa siempre me habían parecido manieristas. Figuras pensantes repetitivas y esféricas, tamaños descomunales para imágenes débiles, letras conjuntadas como para ilustrar un cuento infantil. Pensaba que su obra era manierista. Pero me equivocaba. Sus piezas son absolutamente inocentes, el manierismo no es culpa suya, sino del escultor, capaz de sublimar cualquier trivialidad solo por ser él quien la realiza. Y, de paso, la entrevista me regala una preciosa definición de manierismo: quien da trascendencia a lo que en esencia carece de valor. ¡Ver películas en los aviones un prodigio, lo que me faltaba oír!
20, sábado. Junio. Práctica del epigrama 07
Hoy, víspera del verano. La fecha me recuerda que no siempre los turistas son meros bultos en el paisaje. O mejor, eran. Hace meses que no veo por las calles ni un turista y los alrededores de la Sagrada Familia parecen exteriores de una película rodada para el festival de Sitges. Pero cuando existían, a multitudes, los veía contemplar la ciudad. En ocasiones el motivo de su interés era algo sin ningún relieve, cotidiano, incluso vulgar, pero el hecho de que miraran despertaba en mí un interés desconocido por averiguar el objeto de su atracción. Qué diantres pensaría de aquello si lo viera por primera vez. El verano es el territorio ideal para las primeras veces. Incluso cuando no se añade nada nuevo a sus fechas, posee la aureola de los descubrimientos. Investigadores algo horteras —pantalón corto, camisa de flores, chanclas—, pero pletóricos de posibilidades y esperanzas, y de la súbita ignorancia de que jamás se cumplen.
16, martes. Junio. Práctica del epigrama 06
A Jesús Aguado, en su aniversario
El tiempo es la condición que la vida no consigue eludir. Una maquinaria construida a la medida de la naturaleza con un funcionamiento opuesto al de la vida humana. La génesis cíclica y la conciencia de especie se articulan a la perfección en el tiempo. El personaje de Muerte de un apicultor, del poeta sueco Lars Gustafsson, se extrañaba cuando veía una abeja muerta y ese hecho parecía no importarle a ninguna abeja en la colmena, donde todo seguía igual (la novela trata esta metáfora, un personaje que se identifica con la abeja dañada sin que nadie se interese por él, pero entre humanos esta es ya otra cuestión). La naturaleza se nutre de especies y de ciclos. Los humanos resultan una anomalía. La conciencia de su vida como individuos les ubica en otro tiempo, el cronológico. Una concepción opuesta a lo que ofrece el tiempo cíclico. Es muy difícil comprender este desajuste, sobre todo porque el ser humano en esencia se siente ajeno al tiempo cronológico. En la película polaca, Un atardecer en la Toscana (2019), de Jacek Borcuch, la protagonista, una escritora casi octogenaria, confiesa: «Cada mañana, cuando me miro al espejo, me digo que lo que veo delante es el vestido de mujer anciana que me he puesto». Resulta incomprensible que el tiempo, que renace cada año, solo se dedique a acumular edad. También resulta ilegible qué hace el tiempo con el tiempo que se ha vivido. Dónde guarda ese libro, en qué cajón. Nunca se logra encontrar. Y finalmente, jamás se descubre qué entidad posee el presente. Y para qué sirve. Y aún queda la sorpresa final: ¿Cuándo se vive el futuro?
10, miércoles. Junio. El día de Camões
El 10 de junio de 1580 murió Luís Vaz de Camões. Puede que no fuera exactamente ese día, pero para celebrar la festividad nacional de Portugal resulta una fecha estupenda. Mientras vivía en Lisboa, a principios de los años 80, mantuve una excelente relación con el escritor. Lo visitaba con frecuencia en los dos mausoleos que conservan su memoria, aunque el interior de los dos esté vacío. Uno, en los Jerónimos; otro en el Panteón Nacional, monumento que permite una excursión de altura, el ascenso a la cúpula. Al principio me chocaba que un solo muerto se recordara con dos sepulcros, pero con el tiempo lo agradecí. Resultaba más variado visitarle.
Aunque donde frecuentaba con mayor asiduidad a Camões era en su plaza, frontera natural entre el Chiado, burgués y comercial, y el popular barrio de Santa Catarina, donde acudía a una librería de viejo contemporánea de los volúmenes que vendía. La plaza, no muy grande, se eleva sobre el nivel de las calles, y está presidida en el centro por un monolito que culmina con la figura del poeta. Lo normal es que a los escritores se les esculpa pluma en mano, como si escribir fuera lo único que supieran hacer. Pero Camões aparece con una espada, como si nunca hubiera escrito ni siquiera una redondilla. Le salva, sin embargo, la actitud displicente con la que empuña el arma. Apenas la sostiene, sin fuerza, sin voluntad de usarla. Cualquier día se le cae y da un susto.
De su plaza recuerdo en espacial una papelería, en la Rua Loreto. Vendía sus propios cuadernos escolares y son los que he usado toda mi vida. Cada vez que pasaba por delante compraba otro. Y crucé por delante o por detrás de Camões tantas veces que hasta es posible que aún conserve alguno en blanco. Cualquier día lo busco para explicarle a sus páginas lo que ha cambiado de verdad durante estos casi cuarenta años.
También me gustaba, de vez en cuando, sentarme en los peldaños de su monumento. Por pasar la tarde suelen acomodarse alrededor del poeta parejas, grupos, amigos. Yo iba siempre solo. Me sentaba allí a contemplar lo que vería Camões desde su altura, pero con la precaución de ir mirando de vez en cuando, con gesto de impaciencia, el reloj. Como para justificar mi solitaria presencia con la pantomima de que esperaba a alguien que se lo tomaba con calma. En aquella época practicaba esa timidez social. El no hacer nada injustificado ante la presencia aún no sé de quién.
7, domingo. Junio. Práctica del epigrama 05
Tengo delante un espectáculo, cuya crónica me manda la circunstancia que redacte. Todavía no sé si teatral u operístico. Se está formando una tormenta en el cielo, justo delante. La ventana, el escenario. Ha empezado por convocar un coro de nubes envueltas en oscuras túnicas, cada vez con las filas más prietas, hasta convertirse las coristas en una sola voz, más única conforme aumenta su furia. Suenan truenos dispersos y después una secuencia de otros menores en soliloquio de animal temible. Fulgores repentinos en medio de la oscuridad. Más relámpagos, pero sin lluvia. De súbito he visto desplomarse un rayo desde las bambalinas de la tormenta, y más tarde, como un criado obeso que sigue los pasos del señor atleta, ha resonado un tremendo trueno. La tormenta se dirige al proscenio donde la lluvia protagoniza la escena con su intensidad dramática. Y conforme llueve, el cielo va mudando. El gris oscuro inicial se transforma en un azul cobalto uniforme, casi de fresco de Giotto. Luego, de repente una vez más, la lluvia cesa, y el decorado celeste vuelve a disgregarse en multitud de nubes vestidas de blanco y pálido azul con ribetes negros en las volutas, un coro después de que el director haya abandonado la escena. Y en ese instante, desde el cuaderno donde las palabras dibujan lo que la mirada les dicta, he aplaudido.
4, jueves. Junio. Práctica del epigrama 04
La vida laboral está llena de escenas, tan nimias y espurias en apariencia como esenciales para conocer cómo se trenza la trama que le da sentido a un tema. Veo una extraña película alemana, In den Gängen (literalmente, «En los pasillos», aunque estrenada en España con un título sacado de la manga: «A la vuelta de la esquina»), dirigida por Thomas Stuber en 2018. La cinta está rodada en los pasillos de un hipermercado y cuenta la historia de un joven que entra a trabajar como aprendiz. Apenas hay trama y casi ni siquiera diálogos más allá de los propios de lo circunstancial. El coro de personajes está formado por los trabajadores, quienes poco a poco, sin representar nada, trazan con sus acciones convencionales un argumento. La película se limita a yuxtaponer escenas de los hábitos laborales de un hipermercado y lo sorprendente resulta descubrir cómo la cotidianidad construye por sí misma, sin elementos exógenos, una narración densa. Inquietante. La película muestra cómo en todo cuanto ocurre alrededor, por vanos que parezcan los episodios, se destila el papel que representa cada cual, su significado e importancia como experiencia en el lugar y en el tiempo. La pérdida de estos significados en la construcción de la cotidianidad, despreciados por menores, en favor de otros sociológicos e incluso mediáticos —genéricos sí, pero ajenos a la experiencia directa, no mediatizada—, forma parte de la progresiva pérdida del sentido real de la vida.