En su biografía de Rainer Maria Rilke (1875-1926), evoca Antonio Pau el posible primer paseo que dio el poeta por las calles de París, recién llegado y tras alojarse en un hotel del Barrio Latino. Aquella tarde de finales de agosto de 1902 pudo pasar por delante de tres hospitales parisinos —batas blancas, inválidos, gente cabizbaja y huidiza—, y sin duda no muy diferente debió de ser su recorrido real, pues el mismo día le escribe a su mujer: «Me asustan tantos hospitales, están en todas partes… A veces se tiene la sensación de que en esta inmensa ciudad hay ejércitos de enfermos, multitudes de moribundos, pueblos de muertos». Una sensación tan intensa que la conservará para reproducirla en el célebre inicio de su novela biográfica Los apuntes de Malte Laurids Brigge: «¿De modo que aquí vienen las gentes para seguir viviendo? Más bien hubiera pensado que aquí se muere».
Con ser contundentes estas apreciaciones sobre la vida urbana, son propias de la perspectiva desde la que se observa la realidad: primeras impresiones de quien acaba de llegar. En París reside Rilke algo más de una década —aunque con constantes y extensos viajes— y ahí escribe las dos colecciones de Neue Gedichte (Nuevos Poemas) donde hay textos que afinan más en sus símbolos de la vida de ciudad. Me gusta en especial uno —ubicado en el Jardin des Plantes parisino, como indica el epígrafe, aunque obviamente se refiere al zoo instalado en su interior— que se titula «La pantera». Compuesto por tres cuartetos, el primero es una prodigiosa descripción de lo que pudo observar Rilke ante el felino: «Su vista se ha cansado tanto de ver pasar / los barrotes, que no retiene nada. / Le parece que hubiera mil barrotes / y tras los mil barrotes ningún mundo».
Hasta hoy siempre había leído este poema como símbolo de la vida urbana, encerrada en la jaula de su propia magnitud —edificios, tránsitos, multitudes—, pero recibo el correo de un amigo que se define como «una persona que recorre el pasillo de un piso del Ensanche» y descubro una nueva, inédita, lectura de «La pantera», emblema ahora del confinamiento. El «ningún mundo» ya no es un horizonte filosófico, sino la misma ciudad que hasta ahora interpretaba el papel de jaula.
De hecho, otro maestro de la cuarentena domiciliaria, Xavier de Maistre (1763-1852), describió el itinerario concreto del felino, de mi amigo y de medio planeta en estos momentos: «cuando viajo por mi habitación, rara vez recorro una línea recta; voy de mi mesa hacia un cuadro que está colocado en un rincón, de allí parto oblicuamente para ir a la puerta; pero aunque al partir mi intención sea dirigirme allí, si me encuentro en el camino con mi butaca, no me lo pienso, y me acomodo de inmediato». Este fue el único recorrido posible durante cuarenta y dos días de su encierro, que se corresponden con los cuarenta y dos capítulos de su manual de ironía filosófica titulado Viaje alrededor de mi habitación, libro que me recuerda en un mensaje de móvil mi amigo Juanjo Martín Ramos, editor de Polibea y novelista.
Me ha reconfortado leer a Rilke y a Xavier de Maistre estos días en los que me dirigía a «la butaca» con un libro, pero por el camino siempre encontraba otros que mitigaran la orfandad de referencias sobre lo que nos está ocurriendo. Es lo que acaba de ocurrirme ahora. Me topo en los estantes, buscando otro libro por la C, con los de E. M. Cioran (1911-1995) y me voy hacia el sofá con sus Silogismos de la amargura (1952). De repente descubro con pavor qué hay al otro lado de un confinamiento: «Oblíguese a la gente a acostarse durante días y días: los colchones lograrían lo que ni las guerras ni los eslóganes han conseguido. Pues las maniobras del Tedio superan en eficacia a la de las armas y a las de las ideologías». No puedo decir ahora que Cioran me reconforte, mejor diré que me proporciona motivos para el insomnio.