He de empezar por reconocer que hay algo en la vida política de los últimos meses que me ha desconcertado. Ya sé que siempre manifiesto mi convicción de que un escritor no debe de hablar —demasiado— de política. Pero en esta ocasión me justificaré pensando sobre el asunto no como poeta, sino como profesor.
Para quienes, por inercia laboral, contemplamos el río desde la orilla de Parménides, el alumnado es siempre el mismo. Se suceden nombres, cursos, generaciones, pero permanecen las ideas que uno tiene sobre cómo administrar el conocimiento. A veces, cuando más asentadas están estas ideas, uno siente temblar y resquebrajarse el suelo que las sustenta. Y dejan de ser operativas. Los hábitos a los que estaba acostumbrado de repente ya no explican la realidad punzante que hay enfrente. Y ha de adaptarlos o incluso cambiarlos radicalmente. Una situación que habré vivido, más o menos, dos o tres veces en tres décadas y media de docencia.
Ahora la he vuelto a padecer. Una desorientación que, no sé si por casualidad, ha surgido acompasada con la súbita incomprensión de ciertos acontecimientos políticos. Una de las ideas básicas con las que el profesor organiza la clase es la fiabilidad de los conceptos de capacidad, esfuerzo y motivación aplicados al alumnado. A partir de esta fiabilidad establece las diversas pautas pedagógicas con las que enseñar a cada estudiante, ya de modo individual. Uno de los aspectos que más me ha desorientado, en los tiempos recientes, es la inutilidad de los parámetros que iba estableciendo. Así una alumna o alumno con capacidades altas, de repente, mostraba en otro contexto actitudes inesperadas; y al revés, aquellos que más atención exigen, de repente, sorprenden superando expectativas, incluso inauditas. Esto puede que ocurra a veces en casos individuales, pero cuando es la norma, las ideas con las que uno se había habituado a dar clase se convierten en un lastre.
Hasta donde he podido observar, los conceptos como capacidad, esfuerzo y motivación, que se entendían como una constante de cada individuo, sufren en el presente alteraciones notables según la situación. Su fiabilidad es ahora según y cómo, es decir, coyuntural. Es la actividad realizada la que reparte, cada vez de modo más sistemático, las respuestas del alumnado sobre su capacidad, esfuerzo y motivación. Y no al revés, cuando cada alumno desempeñaba cualquier actividad con la solvencia o dificultad conocidas. A este alumnado me gusta denominarlo, para mi uso propio, Generación Kahott!, con el nombre de una aplicación pedagógica muy simple, pero al mismo tiempo muy atractiva para el alumnado menos interesado en los conocimientos, actividad que tiene la exclusiva virtud de alterar las expectativas habituales del profesorado.
En la vida política sufro una desorientación parecida. O mayor, porque desde hace un tiempo me siento perdido ante las noticias que leo en la prensa. En algún momento he pensado que había una aceleración de los tiempos políticos; pero, me pregunto, ¿cómo puede desconcertarme algo a lo que estoy acostumbrado, como lector, desde la antigua Grecia? Ya en Sófocles había visto a Edipo razonar sobre la velocidad del tiempo político cuando el sabio Tiresias le había acusado de la más ignominiosa abyección humana, el ser padre y hermano de sus hijos: «Cuando el que conspira a escondidas avanza con rapidez, preciso es que también yo mismo planee con la misma rapidez. Si espero sin moverme, sus proyectos se convertirán en hechos y los míos, en frustraciones». En este razonamiento de Edipo prende mi confusión actual. De la vida política, uno ya entiende que unos acechan y otros actúan. Que la política, como gestión y transformación de la realidad que es, ha de establecer necesariamente una controversia entre opciones opuestas. Opiniones, estas, condicionadas por una trama ideológica que se sustenta en principios filosóficos o económicos. La política es una partida de ajedrez en la que se encaran las estrategias de dos adversarios por saber quién ha de tomar la decisión que construirá la realidad. Las estrategias que usen unos y otros, sean «a escondidas» o planes «con la misma rapidez», después de oírselas a Edipo, ya no pueden asustar a nadie.
El caso actual es que con esta concepción tradicional de la política uno no se entera de nada. Bueno, puedo opinar acompasando los periódicos que tildan a los políticos de traicionarse a sí mismos. Lo que equivale a interpretar el súbito interés por el conocimiento del alumnado kahott más desmotivado como una dependencia de los juegos de ordenador. Nunca nada es tan sencillo.
Por mi alumnado kahott sé que a veces las cosas dejan de ser como eran. También en política. Continúa siendo un enfrentamiento de posturas ante lo que ha de ser hecho, pero de repente las «posturas» han dejado de ser lo que eran. Acostumbrado a que las opciones manifestaban la constante, es decir, lo inamovible, no entendía nada. O la dinámica entre aliados y adversarios, otra constante. O al menos, un mecanismo de alta fiabilidad. Hábitos de mirar que ahora emparientan con la ceguera. Porque del mismo modo que cada vez está más en entredicho la finalidad última de la política, el bien social —o el bien de la sociedad que cada época considera como tal—, también están mutando los «participantes de la acción» o actores. Por decirlo con mayor propiedad, los políticos que antes encajaban en el sustantivo del que la RAE admite dos géneros —actor, actora—, ahora les cae mejor el que solo admite el masculino —actor—, frente al femenino —actriz—.
La constante, la posición, ahora también ya es depende o según. Lo que manda ya no es, como en tiempos de Sófocles, la acción política, sino la coyuntura. El conocimiento necesario para responder desafíos del kahott. La coyuntura es la que organiza alianzas y adversarios, posición que cualquier actor —/actora— puede ahora encarnar como si fuera un actor o actriz. Nadie es amigo o enemigo a priori, se lanzan los dados («a escondidas» o «con rapidez») y lo que ocurra determina amigos o adversarios, siguiendo una lógica que ya nada tiene que ver con las ideas, ni siquiera con las expresadas la semana anterior. A partir de aquí, una bota sobre el adversario, y otra sobre el aliado. Y a esperar que rueden los dados y la coyuntura exija otro paso de baile. Entender las cosas no mejora, sin embargo, mi desconcierto.