3, domingo. Noviembre. ¿Qué pintan los libros en las bibliotecas?



Hace algunos años coincidí con Manuel Borrás, editor de Pre-Textos, en una mesa redonda sobre el ámbito editorial de la poesía. Tomó la palabra cuando se la cedió el presentador, saludó con gentileza y nos clavó en los asientos con una frase que nunca he olvidado: «Los auténticos enemigos del libro están dentro del mundo profesional del libro». Podría haberse despedido y acabar ahí su alocución. Don Juan Manuel escribía fábulas para los legos y un adagio final para eruditos. La memoria actúa como un sabio y solo recuerda las sentencias sapienciales, quizá con una finalidad práctica, ilustrarla más tarde, para el lego que siempre somos, con los ejemplos propios.
     En cierta ocasión, hace un par de décadas, se presentó en el instituto donde trabajaba, en una localidad de la conurbación barcelonesa, un bibliotecario. Era un antiguo alumnos que había cursado Biblioteconomía y había obtenido una plaza en la Biblioteca recién inaugurada. Quería hablar con nosotros, los profesores del instituto de la población, que le felicitamos por la suerte que había tenido. Lo que él quería, sin embargo, no era presentar sus servicios, sino que le dijéramos a nuestro alumnado que se abstuviera de ir a la Biblioteca porque, cito, «le molestaba». Me dejó entonces tan mudo como continúo ahora sin saber aún qué decir al respecto. Al explicar esta anécdota he recordado que aquella era una localidad peculiar. En cierta ocasión una alumna del instituto ganó el premio de poesía que organizaba la concejalía de cultura cada año. En el instituto nos alegró mucho el galardón, era una alumna brillantísima. Tanto como nos sorprendió al año siguiente una nueva condición en las bases: quienes participaran en el certamen debían de tener más de treinta y cinco años. No volviera a ocurrir, debieron de pensar en el Ayuntamiento, que lo ganara otro joven del pueblo. El verdadero enemigo siempre está dentro.
     Recuerdo sentencia y anécdota porque estos días me ha plantado batalla el bibliotecario de mi centro. Cuando le contrataron reunió a los profesores en su nuevo feudo y nos impartió una clase que reabrió mudeces en mí. Vino a explicarnos que lo de menos en una biblioteca son los libros. Que de hecho, lo mejor es aligerarlos (ocupación a la que se puso inmediatamente manos a la obra, antes a eso se le llamaba expurgar, ahora modernizar). Intentó convencernos de que lo importante de una biblioteca son los ordenadores y que el bibliotecario es una especie de guía cibernético. Intergaláctico, mejor. Hasta ese momento pensaba que ya teníamos algo así. Se llama sala de ordenadores y en el instituto hay cuatro o cinco. Una por cada área. Tal vez tenga razón y necesitemos otra más.
     La guerra que ha abierto contra mí el bibliotecario ha empezado por mi alumnado. Ocho horas de mi horario las imparto en la biblioteca. Dos materias de literatura, con pocos inscritos, que nos reunimos alrededor de una mesa y hacemos clase. A esas horas en la biblioteca no hay nadie y no hay lugar más adecuado para la docencia humanística. No había nadie, quiero decir, porque ahora está el bibliotecario contratado. Para formar la mesa en la que trabajamos, claro, hemos de juntar dos mesas con la finalidad de sentarnos todos, profesor y alumnado, alrededor. Pero al bibliotecario eso no le gusta. Las mesas han de estar separadas. Cuando llegan alumnas y alumnos a la biblioteca a esperarme, de manera natural juntan las mesas que él previamente ha separado. Iracundo, por mover el mobiliario les lanza la caballería y les amenaza en un tono poco acorde con el lugar. 
    El pasado jueves, cansado de tonterías, me acerqué a hablar con él. Le explico, por si no se había dado cuenta, que imparto en la biblioteca algunas horas de clase. Que necesitamos que dos mesas, de las seis que tiene la biblioteca, estén juntas. Que no veo dónde está el problema. Y me responde que a él no le gustan las mesas juntas. Que él las prefiere separadas. Y que él es allí quien decide. No supe qué responder entonces y ahora he necesitado contárselo a las palabras por si me echan una mano en la tarea de comprender el laberinto de lo humano. Y de repente me ha dado la impresión de que móviles, pantallas, televisores, etcétera resultan inocuos. Que el verdadero enemigo de los libros está dentro. Aquellos que, por ejemplo, confunden las bibliotecas con los mausoleos y prefieren ser, en vez de servidores públicos, guardianes del vacío.