De paso por la calle Lepanto, a media mañana, me llama la atención una escena en una cafetería. Un tipo, en una mesa, encarado a la calle, sujeta con ambas manos una hamburguesa monumental. De pulgar a meñique, un palmo en tensión casi no le sirve para sostenerla. Pensar en darle un mordisco ya desvía la imaginación hacia la ciencia ficción. Tan descomunal es la hamburguesa que logra detenerme y me planta justo al otro lado de la cristalera contemplándola. Cara a cara, esperaba, de modo intuitivo, cruzarme con él la mirada y en un gesto simpático darme por sorprendido de su sorprendente desayuno. Pero no me mira en ningún momento. Y es entonces cuando me doy cuenta de lo que mira. Tiene enfrente, sujeto en un trípode desde el suelo al otro lado de la mesa, es decir, casi donde yo estoy observándole, un teléfono móvil. Y otro sobre la mesa, apoyado en un pequeño artilugio a modo de atril. Con la hamburguesa gigante en las manos, sus ojos van de un móvil al otro. Aunque sea lento, acabo por comprender la situación. Está grabando la hazaña. Posiblemente retrasmitiéndola en directo, porque veo que antes de morder le habla a los aparatos y gesticula ante ellos. Me doy la vuelta y me marcho contrariado. En ese par de minutos que he pasado como público de su proeza ni por un segundo se ha enterado de mi presencia. Yo, que podría inmortalizarle en el papel de una página de libro, le resulto indiferente.
El primer teléfono móvil que vi era un juguete. Una carcasa. Debió de ser a mediados de los noventa. Un amigo había descubierto una tienda junto a la Plaza del Sol, en Madrid, donde las vendían. Había hecho cola y por quinientas pesetas había comprado un aparato vacío. Le gustaba llevarlo encima porque resultaba divertido. No sé si las otras personas que hicieron cola con él para adquirir una carcasa sin nada dentro también lo hacía por la misma razón. Resulta fácil pensar que lo comprarían por aparentar un elevado nivel económico a precio de saldo. Pero es posible que existieran detrás otros motivos más profundos, inconscientes tal vez.
He ido creciendo a la par que se ha ido extendiendo el uso del teléfono. De niño, recuerdo haber acompañado a mi madre a telefonear a una centralita, el único aparato que había en el pueblo. Pese a la lentitud de su extensión durante la primera mitad del siglo XX, en la segunda se consolidó enseguida como una revolución en la forma de comunicarse entre sí las personas. El espero que a la llegada de la presente se encuentre usted bien de las cartas fue sustituido por la inmediatez de la voz. El calor o la distancia, las inflexiones, el presente en la voz. De mi adolescencia recuerdo las luchas familiares por el control y uso del teléfono. Mi padre repetía en casa: «el teléfono es solo para casos excepcionales, para hablar quedáis con los amigos». Clamaba en el desierto, una larga conversación telefónica resultaba tan estimulante como cualquier cita. En ocasiones, más.
Toda la segunda mitad del siglo XX resultó un proceso acelerado de aceleración del tiempo: construcción de autopistas, crecimiento de la aviación, reformulación ferroviaria —el dejar de parar en todas las estaciones—, la expansión del automóvil y el teléfono. En la última década del siglo XX la sinfonía del movimiento había culminado su cénit, menos la telefonía, que obligaba a permanecer en un lugar concreto para cumplirse. El teléfono fijo. El gran obstáculo para la volatilización del tiempo como constructor de experiencia. Aquel espero una llamada y el fértil vacío a que obligaba.
Las carcasas sin ninguna conexión quizá no fueran mera ostentación sin nada que aparentar, sino el profundo deseo de romper la última amarra que nos protegía del oleaje. De la idea del tiempo como constructor de movimiento. Luego a los teléfonos les pusieron dentro un ordenador, más tarde un catálogo de operarios —en transfiguración de aplicaciones— que trabajan para nosotros solo con tal de que le paguemos a su jefe, la telefónica de turno. Al cabo pusieron dentro nuestra vida. Ya se ha dado el caso de personas que han perdido la suya por negarse a entregar el móvil en un robo.
Ahora está dentro de la carcasa que un día vi vacía la realidad al completo. Y ahí es donde me veo a mí mismo —pasmado en mitad de la calle, alelado porque no miro en la pantalla del móvil, en streaming, la gesta gastronómica del tipo que estoy mirando al otro lado del cristal—, yo, absolutamente irreal. Más irreal ahora, si cabe, que les estoy contando estas cosas a las palabras.