El pianista de las manos
grandes. Dedos de leñador, arqueados como para sostener el hacha del sonido. Un
meticuloso astillar las notas, desmenuzarlas. Ha salido vestido de gris al
escenario. Un chaleco de punto grueso y cuatro bolsillos, dos sobre el pecho,
dos sobre la cadera. Nada más aparecer se conoce que es el pianista, pese a que
el tiempo lo muestra, como es su costumbre, en el presente. Hay que descontar
años hasta 1937. Gafas de metal, dos círculos de la dimensión de una moneda de
escaso valor. Sonríe con timidez. Se sienta en la banqueta que ha ocupado antes
otro pianista de menor estatura, durante un preámbulo coral que parecía una orgía
de brujas de tan despeinadas las voces. Algo para olvidar. Se ha sentado en la
banqueta e inmediatamente la ha impulsado a la máxima altura. Sentado tú a tú
con el teclado, lejos de él, el pianista de las piernas y de los brazos extensos.
Ha dejado que los dedos de leñador empezaran a caracolear sobre las notas, no
acertando ni una de las que había escrito hace cuarenta años: Mad Rush (1979). Pies descalzos que
caminan sobre vidrios triturados: la música de la vigilia. Philip Glass. Los
caballos del Palau, volátiles.
Manos casi de adolescente
las de Maki Namekawa. Uñas enmarcadas en carne, dedos breves, redondeados. Se extienden
sobre el teclado como terratenientes que se lo reparten con generosidad. Abre
las páginas de la partitura de Mishima
(1984) sobre el atril y al hacerlo las mangas del kimono amarillo despliegan
sus japoneserías. La pianista de cristal. Es Philip Glass desde la primera
nota, dulcificado. Una Carole King que interpretara el Satisfaction de los Rollings. Es Philip Glass multiplicando sus
dedos minuciosos, roedores, sobre las notas desmenuzadas por el leñador. Y
cuando el paroxismo dulce alcanza sus cumbres, y la melena salta la valla del
pasador, el charol de la caja del piano refleja una pícara sonrisa de niña que
se sale con la suya.
El pianista con dedos de neurocirujano deja su mano con la
suavidad de una tarántula que se acercara paso a paso a su presa. Cada
movimiento es un alfiler que fija tresillos de corcheas. Dedos que interpretan
la música hacia dentro. Un sonido introvertido, espiritual, tolstoiano. El
pianista Anton Batagov escribe un Philip Glass congelado en la perfección de la
nevada de impulsos precisos como copos. La música como exactitud y oración.
Regresa el pianista de las manos grandes para
cerrar el concierto con «Closing»
(1981). Está fatigado. El tiempo arrastra sus fardos por la tarde de mayo.
Cuando salga a saludar, el público se pondrá en pie. Lo hace siempre. Se
encenderán las luces y seguirá aplaudiendo. Y las notas que se queden en el
pabellón del oído, un retumbar de botas de filósofo que camina por la sala
mientras piensa.